Vivir consiste en construir futuros recuerdos (Ernesto Sábato)
Recordar consiste en construir pasadas vivencias (Josef Manwell)

domingo, 21 de noviembre de 2010

Estados alterados de conciencia.

Ya no busco el delirio en el falso beso de las rojas amapolas. Ya huyo de su magia que me abrazaba con amor profesional, que se evaporaba en su humo gris, en un cruel adiós.
Ayer pasé por su puerta, la que ahora sólo se abre a rostros ocultos por sombreros cómplices. La Maison Bombay, otrora cuna de ideas y tendencias de Acoro, corazón de un cuerpo joven que guiaba su cerebro, hoy convalece con un cetrino aspecto que comparten sus coetáneos. Fue Rochard Bigot, el poeta de lo cotidiano, el genio inédito, el filósofo de los burdeles cuyo discurso impregna y humedece el terciopelo de sus estancias, quien la descubrió para mí. Allí pasamos muchas tardes alardeando de nuestra ignorante sabiduría, derrochando teorías que corrían cobardes al asomar la primera hipótesis, pero que en aquel efímero universo de inocencia considerábamos válidas. Tornábamos después al averno de nuestra insípida existencia y, a pesar de las intempestivas horas, yo cubría de frases decenas de hojas de papel a las que otorgaba total libertad para mezclarse, como una baraja de naipes dementes. De este modo, con el ansia de una despedida, aprovechaba los efectos de las musas orientales hasta que las palabras se hacían coherentes, hasta que la lógica me quitaba la pluma. Entonces, poseído por un pueril arrebato, garabateaba con furia el papel, rasgaba las hojas que incomprensiblemente se resistían a mis enojadas manos, y lanzaba contra la pared todo lo que, desde la mesa, parecía burlarse de mí. Lloraba. Lloraba sobre la madera limpia hasta que el sueño venía en mi defensa.
Ya no busco el delirio en vigilias forzadas, ya no me roban el sueño las palabras traviesas que juegan conmigo a deshora, que me obligan a bailar una pavana que no oigo. Fui yo el aprendiz de carpintero, el que construyó la jaula de barrotes que se repiten como un mantra, el que selecciona, al igual que el portero de la Maison Bombay, los pensamientos que salen y entran, ejerciendo el derecho de admisión en mi propia mente.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

La imaginación al poder (Ideas fáciles de niños listos)

Si algo tiene de estética la actual situación, es la imagen que presenta el Paseo de Acoro. En un soleado miércoles de otoño es posible recorrer la arteria principal de la ciudad sin sufrir las prisas de una jornada laboral, y relajarse en alguna de las numerosas terrazas que aún prolongan el estío. Con los ojos cerrados y el café ya frío, los ciudadanos de Acoro se dejan engañar por el sol, en una ciudad que sueña estar de vacaciones.
Así me encontré a Milos Szaver cuando recuperaba el tiempo perdido con su hijo, que correteaba alrededor de su mesa. Me invitó a sentarme y tras los saludos, me pareció que intentaba justificarse por la ociosa mañana al sol.
-A medias están todas. Se acabó el dinero y todo se paró –me contaba refiriéndose a las obras de la ciudad.
Su hijo, que con mi llegada quiso matar el aburrimiento, interrumpía a su padre, que le mandaba callar sin éxito.
-Si no hay dinero, que fabriquen más -aportaba el pequeño.
Milos me explicaba que no pudo pagar a sus trabajadores y sus proyectos se paralizaron como una fotografía. Obras abandonadas y edificios sin mantener, cuyas desconchadas fachadas transmitían la melancolía de una Venecia seca. Estructuras oxidadas y tornillos que la herrumbre mató vírgenes.
-Pues que trabajen más deprisa –la voz del niño sonaba siempre en un segundo plano.
-Con todo mi dolor, tuve que despedir a mis trabajadores y no pude atender los encargos con los que me había comprometido.
-Papá ¿y por qué no trabajan gratis para que tu puedas acabar las casas? –la frenética actividad del niño que golpeaba la mesa mientras interrumpía, estaba sacándome de quicio.
-Ahora, aquí me ves, esquivando las miradas de mis acreedores que vigilan desde la terraza de enfrente, y observando a mis deudores en el café contiguo.
Me hubiera gustado ofrecerle una solución, una idea que frenara su desidia, pero su inquieto retoño parecía más inspirado.
Cuando me marché aliviado por el silencio, pensé que Milos debería ser más cuidadoso con lo que dice su locuaz hijo. Es posible que alguien copie sus pueriles ideas y las aplique.

martes, 19 de octubre de 2010

O fado da resistença

Veo el humo y corro. Veo el alegre humo que juega con la brisa, que juega y pinta la palabra libertad, que juega y dibuja una sonrisa, que juega y escribe igualdad. Atravieso la ciudad entre los súbditos de Acoro que, impávidos, regresan del trabajo los unos, y de esperar los otros. La usual resignación de sus caras ha dejado paso a una inocente y frugal esperanza, alentada por el circo que hoy toca. Sí, aquí también nos echamos a las calles. Hace tres meses lo hicimos. Pan y circo, tú por el pan, yo por el circo.
Jadeante alcanzo la cima del monte Gorzu y, con un pie en la ciudad vecina, admiro cómo se repite la historia, cómo sus ciudadanos ansían escribirla, tomando la pluma, sin esperar que ésta se seque, como hicimos nosotros para escribir con pulso torpe. Por un momento me contagia la emoción, pero la pendiente me devuelve a Acoro y los vítores de un lado acallan las protestas del otro. Entonces me dejo caer, y sentado, miro mi ciudad que, en la oscuridad, devuelve destellos verdes por las ventanas de las casas.
Ya no puedo leerlo, pero el humo, a mis espaldas, con trazo firme, rasguea fraternidad.

domingo, 26 de septiembre de 2010

De la confianza

Busco el sueño reparador después del viaje, pero el insomnio se hace cómplice de un cruel cansancio que me inmoviliza en la cama con una presa de lucha oriental. El recuerdo de la voz del anciano se acompasa con mis sienes que palpitan aceleradamente y revivo el trayecto que me devuelve sus curvas y baches. Entonces pienso en ellos, esos pobres canopes aplastados en el asfalto y que, por alguna extraña razón que no logro alcanzar, el conductor no evita. Y me pregunto por qué no huyen al ver el auto, cómo su elevada inteligencia y desarrollado instinto no les avisan del peligro vital, y quedan fosilizados en una obscena lección de filogenia. Durante el resto de la noche, me dejo mecer por la duda y decido recurrir a Tilos Adsford para que acabe con ella.
A pesar del sueño, madrugo. Mientras espero en la antesala de su despacho, en el Museo de Ciencias Naturales, bajo los escrutadores ojos de un Darwin que me recuerda al anciano del coche, invento motivos que justifiquen mi visita, pues hace tiempo que no nos vemos. El enérgico abrazo con el me que me recibe, espanta mis miedos. Tras las preguntas protocolarias, se extiende sobre los últimos estudios paleontológicos en los que se encuentra inmerso, y yo escucho con atención. No me resulta difícil aprovechar la conversación para disipar mis dudas y planteo la pregunta. Como buen profesor, no me deja sin respuesta, pero sus pupilas se alían conmigo:
-Los canopes han acompañado al ser humano a lo largo de la historia, lo que, unido a su gran inteligencia innata, les ha facilitado una casi perfecta socialización y compresión de nuestro comportamiento. Probablemente, no pueden sospechar que el vehículo, lleno de personas, vaya a hacerles daño. No creo que sea un problema de ignorancia, Josef, sino más bien, de exceso de confianza- sus pupilas respiraron aliviadas, satisfechas por el discurso.
No quiero ofender su reputación, simulo un convencimiento que se derrama entre los dos, por el suelo, y cambio de tema, buscando la despedida.
Decepcionado y resignado me dirijo a casa, mientras la imagen de mi propio cuerpo estampado sobre la carretera, me roba la razón. Y en ése momento, como un improbable canope listo, me aborda la enferma desconfianza en la gente que hacia mí camina por las calles de Acoro.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Reentré

Desde la parte de atrás, donde no ha querido sentarse nadie, el viejo recita rimas facilonas, y su grave voz se confunde con los estertores de un motor que agoniza en la sinuosa carretera. A pesar del aún sofocante calor, va exageradamente abrigado, como si, a falta de maleta, llevara el equipaje puesto. La humedad ha atrapado los olores de sudor, vino y desesperanza en los tejidos, y el calor evapora la mezcla, de la que huyen los demás viajeros.
Hace rato que escucho su profana poesía, que por caprichosa coincidencia, relaciono con los acontecimientos vividos el último año. Me defiendo con mi natural escepticismo, pero, inexplicablemente, la casualidad me turba. Me giro, y la vieja cara me ofrece una joven sonrisa de barba cana. Disimulo. Cierro los ojos dispuesto a dormir el resto del trayecto pero mi cabeza soporta el traqueteo contra el cristal y el mantra del viejo que no calla. Se me revuelven los recuerdos y se altera la historia, en una mixtura imposible de almas y eventos, y me veo hablando con personas que no están, y me veo callado con personas que sí están. Entonces el reflejo del cristal devuelve mi imagen que pide que se calle, y la carretera, compasiva, me regala un tramo recto al que acompaña el canto del conductor anunciando la llegada.
Cuando me levanto, ya no queda nadie en el coche, ni siquiera el viejo al que no veo, como al resto, abrazar a la familia que espera. Desde lo alto de las escalerillas que me provocan un injustificado vértigo, veo la misma ciudad que recorreré, con las mismas o distintas ropas, con las mismas o distintas compañías, para vivir las mismas o distintas vidas. Inspiro y temo que mis piernas sucumban a la metálica gravedad, pero una vez más me sorprende la fortaleza, ésa que me empuja hacia los objetivos planteados, y que, como por una benévola conjunción de fuerzas ajenas, logro.
Bajo. Primero uno y luego otro, mis pies pisan Acoro.

sábado, 14 de agosto de 2010

De la rentabilidad

La señora Bony estaba enojadísima. Los clientes de su pensión tendrían que renunciar a los exquisitos postres con los que ella concluía sus adorables menús caseros.
La pensión “La Bony”, probablemente la más limpia de la ciudad de Acoro, se encuentra en el barrio de Los Filántropos, y en ella se pueden recordar sabores que transportan a momentos pasados. Ignoro si son las características del pequeño comedor o el modo en que sus veloces manos manipulan los alimentos, pero el aroma que se respira en ese lugar posee un efecto sedante que apacigua todo tipo de apetitos. Se jacta de preparar los platos sólo con alimentos recogidos de la huerta o la lonja, y de conocer todos los secretos de la cocina tradicional, pero admite que la repostería no se cuenta entre sus habilidades. Sostiene que hubiera aprendido de no ser por la presencia, hasta hace poco, de la confitería “La Flor” en la parte trasera del mismo edificio, en la Plaza de las Penas.
La fachada de esta confitería, que maquiavélicamente estaba pintada color cacao y adornada con elementos plateados, recordaba a una enorme tableta de chocolate, cuyas cuadradas ventanas semejaban onzas que algunos niños eran incapaces de no babear. Siempre había ofrecido una variedad de surtido que hacía imposible no sucumbir a la tentación, pero, en los últimos años, los propietarios decidieron suprimir los pasteles con menos salida. De este modo, decían ajustarse a los gustos de la mayoría y reducir costes sin arriesgarse a probar nuevas fórmulas. La oferta disminuyó de tal manera que dejó de ser atractiva para las personas que por allí pasaban y los niños ya no ensuciaban los cristales. A medida que disminuían los ingresos por la falta de clientes, los propietarios reducían gastos suprimiendo los dulces con menos aceptación, hasta el momento que sólo quedó uno, al que llamaron como el negocio: La Flor. La gente se acercaba a la confitería sabiendo lo que allí le esperaba y cuando llegó el otoño, como helada por una temprana escarcha, la flor se marchitó, y los dueños cerraron el negocio heredado de varias generaciones.
Me lo contaba mientras servía la desproporcionada ración sobre mi plato –yo le voy a poner color a esa delgada cara, Sr. Manwell- y deseaba que tras la comida, saboreara sus, recién aprendidas, dulces recetas.

viernes, 13 de agosto de 2010

Haiku de Verano

Negra ceniza
que aún no esconde
el rojo fuego

sábado, 31 de julio de 2010

Cuando Pigmalión conoció a Sísifo

Es la fiesta pagana más celebrada en Acoro. Una tradición ancestral que se comparte con Santa Fe, y cuyo origen se pierde en la memoria de ambas ciudades. Nadie sabe quién fue el primero que decidió, llevado por el miedo o la envidia, colocar una piedra tras otra a modo de frontera que crece y aleja ambos lados. Pero el muro comenzó a elevarse ocultando el poderío de los vecinos y protegiendo de sus posibles ataques. Con sus aportaciones anónimas, cada habitante colabora en la construcción de la muralla, hasta el día en que las autoridades locales consideran que la altura y grosor preserva los derechos y valores de su cultura. En ése momento, que no responde a una fecha determinada, sino a la finalización de la gran obra, se suceden las fastuosas celebraciones a lo largo de una semana.

Tras la resaca, un melancólico estremecimiento de soledad se apodera de los vecinos, que se sienten sitiados, por lo que, poco a poco, van deshaciendo el muro hasta que la imagen de Santa Fe recorta el horizonte como una puerta abierta al resto del mundo.

En ese momento, la otra ciudad, que ve con desconfianza la caída del muro, se afana en levantar el suyo, que promete ser más alto y resistente.

Ayer, el viento traía en forma de música, la alegría de Santa Fe por la finalización de su monumental coraza, pero hoy, paseando por el monte Gorzu, se apreciaban ya, los huecos de las piedras que han comenzado a retirar.

viernes, 23 de julio de 2010

Del deseo

En numerosos artículos me habrán oído hablar del Noroeste. Se trata del café y restaurante que alimenta mi cuerpo y nutre mi espíritu. Es uno de los locales del Barrio Viejo que ha resistido el paso del tiempo sin cambiar de negocio. Tiene la entrada por la estrecha calle de La Luna y su acristalada fachada principal da al Paseo de Acoro, lo que permite, si tienes la suerte de colocarte en una de las mesas próximas a la ventana, compartir las pulsiones de la ciudad. Una estructura de metal oxidado soporta letras de madera que un día rezaban su nombre, y en la esquina, visible desde las dos calles, una rosa de los vientos señala hacia arriba y a la izquierda. El conjunto de tonos sepia parece sacado de una vieja fotografía.

Al atravesar su puerta, el olor a café que sutilmente invitaba a los viandantes, ahora se vuelve exigente, y como si cambiara de humor, te obliga a consumirlo y saborear placenteramente el alma de tierras lejanas. Llama la atención el suelo blanco y negro, que como un tablero de ajedrez que se pliega, continúa por la pared hasta un metro aproximadamente, donde un pasamanos, que rodea la estancia, ha perdido el brillo como las joyas de un chamarilero.

Al fondo, tras la barra, en el punto de fuga de una perspectiva divina, atiende Sarita. Son sus ojos verdes la única luz de color de la escena y su piel oliva compite con los dorados que adornan el mostrador. La continua sonrisa que sostiene su boca parece acariciar el aire con sus oscuros labios, en un eterno baile de besos perdidos.

Un casi imperceptible movimiento de sus pestañas me indica que hay sitio en la planta superior, espacio reservado para las comidas, pero que a los habituales nos ceden cuando se sobrepasa el aforo. Desde ese lugar, elevado y también acristalado, la vista del Paseo es privilegiada, furtiva.

Desde hace semanas les observo, siempre a la misma hora. Tras leer las primeras noticias en el Comercial Acorense sobre las heridas de la enferma ciudad, levanto la vista y aparecen. Cada uno por su lado, suben a destiempo al primer piso de la casa de enfrente.

Los dos están nerviosos, cada uno a su manera, y en el centro de la habitación, frente a frente se detienen. Ella retira la mirada que él no persigue, y se deja abrazar por unos brazos que no la tocan, como un chaman que impone mágicamente las manos. Inspira con la fuerza de un agujero negro que absorbe la galaxia de la habitación, y él se deja ir, aproximándose al límite; y se le escapan las manos blancas y gélidas como en una mañana de enero, y quedan inertes junto a su cintura. Él coloca las suyas a la altura de sus pechos que se elevan, mirando los desenfocados y amenazantes dedos. Entonces ella deja caer su cabeza hacia atrás, ofreciendo el cuello que palpita, que soporta la presión de una sangre arrolladora, sintiendo el aliento que se ha mantenido fresco, en la última caverna de su cuerpo, para este momento. La boca de la joven se abre y se acopla, sin tocarse, a la de él, en una eficaz sinapsis de pasión, en un beso seco que amenaza ser eterno y que los deja exhaustos, por el isométrico espectáculo de amor mímico.

Caen sus brazos lacios y los cuerpos parecen encoger, vaciados. Entonces, como han venido, se marchan. Primero uno y luego otro, en direcciones opuestas. Durante un rato les acompaño con la mirada, intentando adivinar su destino, hasta que mi cabeza pega con el cristal y se alejan por un ángulo imposible.

Me sorprende la voz de Sarita que me ofrece otro café. Y yo no sé qué contestar, ni qué hacer. Sólo puedo mirar los labios de los mil besos que se mueven al hablar en la cara de la camarera.

martes, 13 de julio de 2010

Carnaval

Miro el carnaval desde mi ventana y pregunto a mis pies por qué no siguen al gentío que baila por las calles, en un éxtasis colectivo.
En otras ventanas busco quien sufra el mismo mal. Quien, como yo, permanezca inmune a la alegría, incapaz de contagiarse de esta felicidad ajena. No hay nadie. Todos celebran la fiesta cada vez menos pagana. Bajo un sol abrasador se desplaza la ameba popular que fagocita lo que encuentra en su camino.
Cuidado. Un viandante me observa y avisa a los que tiene al lado. Veo cómo señalan mi ventana y me escondo tras la pared. Asustado vuelvo a asomarme pero ellos ya corren calle abajo entre empujones. De pronto, un estruendo me sobresalta. Al principio de la calle aparece la carroza principal. Como un tótem perfectamente esférico, es empujada por las autoridades locales de Acoro, y en su despiadado paso aplasta a los que, aun viéndola venir, no se apartan. Entonces la pirotecnia acalla el sonido de los cerebros que estallan bajo la carroza y la sangre tiñe de rojo las ropas de la gente.
Cuando me retiro, un ligero temblor tras las cortinas de la casa de enfrente despierta mi esperanza. Pero no. Es el viento. Sólo un viento fresco que se levanta a última hora.

jueves, 8 de julio de 2010

Sócrates

Cuando bajé, ellos ya me esperaban en el portal. Al lado del señor Roshental, con una media sonrisa que buscaba revancha, Sócrates observaba cómo yo acudía a otro de nuestros maitines inusualmente jovial.

-Buenos días Sr. Roshental. Sócrates ¿cómo estás?

-Que disfruten del paseo, señores- dijo Roshental mientras volvía a sus quehaceres cotidianos.

Sócrates no había contestado, y antes de que llegara a su altura, ya caminaba por la acera sin esperarme.

-Sócrates, espera. No te enfades- No le gusta que le llame por ése nombre, pero yo tengo la impresión de que se ajusta mucho más a su personalidad que el suyo.

Durante un largo trecho caminamos sin sacar ningún tema, como esperando que el otro mostrara las armas que había preparado durante la noche. El día anterior, la conversación quedó en tablas, y yo, como seguro que él también, había elaborado argumentos nuevos.

-Vale, vale -consentí al fin- Olvídate de Kierkegaard y de los pobres franceses a los que culpas de mi perpetua melancolía. Pero tendrás que admitir que aunque los dos paseamos por el mismo trayecto, de él extraemos distintas sensaciones, y las emociones que experimentamos también son distintas, y condicionan nuestra forma de actuar. ¿O me quieres decir que los dos hemos sentido lo mismo al cruzarnos con esa joven?

La suavización de mis argumentos le animó en cierta manera y admitió determinados aspectos de la subjetividad humana que ayer negaba categóricamente. Después se internó en el parque y yo le esperé sujetando las dudas con las dos manos. Cuando regresó deshicimos el camino parando cada poco para explayarnos en aclaraciones y ejemplos que enriquecían nuestra conversación. La acalorada discusión del día anterior, había dado paso a esta fructífera mañana en la que conseguimos acercar nuestras posiciones. Las ideas aportadas por uno y otro tejían una alfombra epistemológica que nos condujo a casa.

Me despedí de él frotándole los rubios cabellos, y como un niño tímido, se revolvió azorado. El Sr. Roshental se quedó con él, y yo, satisfecho, subí a descansar a mi apartamento.

Cierto escritor dijo una vez que el hombre más inteligente que había conocido, no sabía leer ni escribir. Como él, también puedo decir que el hombre más inteligente que conozco, tampoco sabe ni leer ni escribir, además, ni tan siquiera es un hombre. Es un Labrador Retriever.

martes, 6 de julio de 2010

Kokoro

Caminaba por la calle Mercadería y un inesperado tumulto me obligó a detenerme antes de llegar a la plaza. Como infartada por un trombo de curiosidad, la vía se taponó, y la muchedumbre, de puntillas y con el cuello estirado, buscaba el motivo de aquella aglomeración. La desgracia quiso que el abultado peinado que impedía mi visión, perteneciera a la señora Banjac, que enojada como siempre, intentaba hacerse hueco ensartando a los molestos viandantes con su abanico.
-¡Señor Manwell! –gritó entusiasmada cuando me disponía a huir- acompáñeme, haga el favor. Mi esposo es incapaz de hacerme llegar a la plaza.
Me agarró del brazo y tiró de mí sin dejarme saludar a su marido, que con abochornada resignación, me animaba a seguirla con un gesto de manos. A medida que avanzábamos entre la masa, ésta se espesaba como cuajada por el calor, y el ímpetu de la señora Banjac crecía como el de un luchador que ve tambalearse a su contrincante. Al llegar a primera fila, la plaza de la Sagrada Familia se nos ofrecía desierta, pero las calles que allí confluían, sufrían el mismo fenómeno que Mercadería. La calle Día era la que presentaba un aspecto más preocupante: una descolorida joven se dejaba mecer inconsciente por la irregular marea, mientras otros, los mejor dotados, alcanzaban una posición más elevada subiéndose sobre los cuerpos inertes.
Traté de colocarme la ropa y el pelo después del agitado trayecto, pensando que continuaríamos hasta el centro de la plaza. Pero allí, donde los adoquines pierden su linealidad y optan por colocarse en circunferencias concéntricas, la señora Banjac se paró. Como contagiada por un pánico colectivo, todo el furor se ahogó como la joven a la que ya no veía, y su esfuerzo, ahora, consistía en mantener en su sitio a las personas que empujaban por detrás.
Sentía como los gritos humedecían mi nuca, y un irreconocible Maloy olvidaba que era cliente suyo y me increpaba con el Comercial Acorense, enrollado a modo de estoque. Mi cabeza chirriaba como si las ideas pisaran azúcar derramado sobre el suelo de mi cerebro, e impávido, observaba cómo las uñas encarnadas de mi acompañante se clavaban en mi insensible antebrazo.
Un súbito silencio asfixió la plaza como si una campana invisible se posara sobre ella, y pude ver a Perucho, ajeno a todo lo que allí ocurría, dirigirse con sus renqueantes pasos al banco que habitualmente le servía de morada. Parecía un pobre animal por miles de ojos observado, en una jaula redonda de barrotes imaginados. Temeroso por su integridad, esperé la reacción de los presentes, pero como si alguien hubiera calentado la cera que sellaba las calles, la gente comenzó a fluir, maldiciéndole por el incidente que había provocado.
Agradecida por mi supuesta ayuda, la señora Banjac quería invitarme a toda costa, y, a voces, llamaba a su marido, que con dificultad llegó hasta nosotros. Me excusé diciendo que tenía una cita, y aunque no convencida, se despidió de mí agitando la mano y obligando a su marido a imitarla.
Cuando llegué a su banco, Perucho aún soportaba los insultos que le tiznaban de culpa, y contestaba con una incrédula sonrisa, sorprendido por la atención que se le prestaba esa mañana. Le invité a que tomáramos un vino en el Noroeste, favor que fue agradeciéndome de antemano por el camino, mientras me contaba que le gustaría ser más inteligente para devolver los favores que le hacían.



lunes, 21 de junio de 2010

De la Libertad

Llegó encantado, y así me lo relataba en el Noroeste, con una excitación que le apremiaba a volver:

-Es un gran pueblo. No se trata sólo de su desarrollo tecnológico, muy superior al nuestro. Es el lugar en el que todo hombre, independientemente de su condición, puede llegar a lo más alto. Es el pueblo de las oportunidades, de la Libertad. Fíjate, sus mandatarios no interfieren ninguna iniciativa individual, y con ilusión y trabajo, puedes materializar todos tus sueños. ¡Están tan orgullosos de su sociedad! Y no es para menos, en sus pocos años de historia, han llegado a cotas impensables para otros pueblos mucho más antiguos. Allí, el individuo es lo que importa, por eso se busca su total autonomía y autosuficiencia. Te enseñan a valerte por ti mismo desde que naces. Tú decides el destino que quieres vivir, eliges la escuela que te forme, el médico que te cure… Y por trabajo, por trabajo no hay ningún problema, porque, aunque no concluyas los estudios elementales, sus fuerzas armadas, las más poderosas y activas, siempre tienen un puesto para ti. Es El Dorado, amigo. Cualquiera que se lo proponga, puede llegar a ser su mandatario o multimillonario, o incluso las dos cosas. Tanto valoran la Libertad, que a la entrada del pueblo han colocado un magnífico monumento en su honor, que te saluda cuando llegas y vigila que los derechos de los ciudadanos se mantengan hasta su muerte. Y es así, literalmente, porque el otro día, a un preso condenado a la pena capital, le ofrecieron un amplio abanico de formas de morir, y él, libremente, eligió hacerlo fusilado. ¡Qué pueblo, Josef, que desarrollo!

Continuó hablando durante un buen rato y unas ideas atropellaban a las otras, creando una confusión tal, que me hizo entender que allí respetan tus derechos hasta en el momento de arrebatarte el más elemental de ellos. Renuncié a que me lo repitiera y supuse que le había oído mal.

sábado, 19 de junio de 2010

Memorial

Dice Darbón que no es nada. La tensión que sucumbe a este traicionero clima. Ayer, poco antes de la una, la ceguera blanca me sobrevino a la salida del Noroeste. Habíamos estado discutiendo sobre el elefante, que tras años de duro viaje, llegaba a su destino para descansar eternamente. Era una situación esperada –aún la semana pasada se lo anunciaba a Ricardo- pero una melancólica soledad se apoderó de nosotros al oír la noticia.
Aire fresco y ejercicio -me aconsejaba el viejo galeno- y yo prometía cumplirlo, pero mentía. Al llegar a mi apartamento, el espejo devolvía, distorsionada y aberrante, sólo mi irreconocible imagen, que parecía mecerse en el mar, a la deriva, como una pesada roca.
Soy un hombre sin doctrina, sin ídolos ni dioses, que construye su propia existencia con antiguas herramientas recuperadas de extinguidos oficios. Pero, en ocasiones, si me fijo bien, en ella veo diseños ajenos que inconscientemente plagio, como un evangelio elaborado con aportaciones anónimas, que ahora quedan huérfanas.
Cierro las contraventanas de mi caverna y me alejo de Acoro. Tras el duelo espero que vuelva la lucidez.

miércoles, 16 de junio de 2010

El inconveniente de ser un wakizashi

Compro mis libros en la librería Letras de Ultramar, pero cuando quiero huir del corsé del clasicismo, visito el pequeño establecimiento del señor Makado. Yoshino Makado regenta una tienda menuda como él, en la que se pueden encontrar obras de irreconocido valor. La otra mañana, cuando me dirigía a por las bayas de Goji, y aprovechando que su establecimiento se encuentra próximo al mercado, me acerqué hasta allí con la ilusión de un arqueólogo literario.

El Sr. Makado colocaba libros sobre una austera estantería con la delicadeza de un artista de ikebana. Sin decir nada, permanecí tras él, observando cómo esos pequeños dedos se desplazaban suavemente sobre las tapas sin dejar rastro alguno de su manipulación. Tal era el respeto que sentía por las palabras allí guardadas, que parecía inclinarse ante ellas cada vez que ubicaba en su sitio una de las obras.

En el centro del alabeado estante, a modo de intimidatorio altar y expuestas de mayor a menor en sentido descendente, se podían ver tres armas japonesas.

-Puedes tocarlas, si quieres –me dijo sin darse la vuelta. Extrañado porque supiera lo que yo miraba, agarré la mayor de ellas y la desenvainé ligeramente.

-Ahora tendrás que atacarme. Un samurái sólo desenvaina su espada para atacar.

Sorprendido y casi alarmado, introduje rápidamente la espada y la coloqué en su sitio. Al oír sus carcajadas me di cuenta de lo ridículo de mi actitud.

-No se preocupe Sr. Manwell. Usted no es un samurái ¿verdad?

-No, desde luego –asentí riendo también.

-¿Son sus katanas? –pregunté en un alarde de conocimiento oriental.

-Katana sólo es la mayor. La espada que todo samurái elige después de que ella le elija a él.

Estaba acostumbrado a ese tipo de frases del Sr. Makado, de las que no daba explicación y sobre las que luego meditaba en mi apartamento.

-La pequeña, no es una espada, es un tanto. Es un arma corta, más sencilla que las otras dos, que ha pasado a emplearse para ceremoniales como el del té. –No es habitual que el Sr. Makado se extienda en sus explicaciones, pero esta vez parecía motivado.

-¿Y la mediana? –pregunté con la intención de concluir la clase de cultura japonesa.

-La mediana es un wakizashi, menos arrogante que una Katana, pero más poderosa, ya que permite blandirse con una o dos manos, en el exterior o en el interior de las casas. Por otro lado, es tan manejable como un tanto, pero mucho más versátil en sus ataques. Así, mientras que las katanas representan la estirpe del guerrero sobre el tokohama de las casas, y el tanto decora el obi de sedosos kimonos, el wakizashi, se mantiene fiel al Bushido.

El Sr. Makado percibió mi asombrado rostro tras la retahíla nipona, y la risa ocultó de nuevo sus rasgados ojos. Me sentía incapaz de recordar todos los exóticos nombres, y así se lo comuniqué.

-Bueno, me parece interesante, pero quizás sea más sencillo recordar un solo nombre y referirse a las demás por su tamaño.

-Es cierto. Es más sencillo, pero entonces yo dejaría de ser Yoshino Makado y me convertiría en un pequeño japonés.

Cuando abandoné el barrio de los Filántropos, los nombres se disponían en mi cabeza como las armas en su soporte, y al mirar la bolsa de bayas, como un memorioso Funes, bautizaba a cada una de ellas.

jueves, 3 de junio de 2010

Visita

Vino la primavera a Acoro en el último coche de la tarde. Vino la primavera cuando ya nadie la esperaba. Y bajó las escaleras, y buscó las miradas, y no encontró ojos que la recibieran. Se colocó el jardín marchito de sus ropas y secó su cara, arrastrando los afeites, descubriendo su también marchito rostro.

Se alegró de verme, solo en la calle, y me dio dos besos que estallaron en mi cara como dos huevos contra una fachada. No soltó mi brazo el resto de la tarde, pero con la mirada buscaba otras compañías, otros pretendientes que no existían. Ajena a mis deliberaciones, asentía, y ya en la plaza, quiso sentarse. Sequé sus lágrimas que se convirtieron en acuarela y entre sollozos me confesó que ya jamás vendría.

La acompañé hasta la pensión, y el aire, a través de los callejones, nos traía la algarabía de la muchedumbre vitoreando al verano. Quise tapar el sonido con banales comentarios, pero fue inútil.

Dice la señora Bony que se marchó muy pronto y no pude despedirme. Al volver por el Paseo, el Sol ejercía su despótico reinado, y cuando con el pañuelo sequé el sudor de mi frente, en ella pinté su añoranza.

lunes, 24 de mayo de 2010

Correr


Fue la primera vez que le vi, pero me habían hablado mucho de él. Con su bigote de época y la estrafalaria indumentaria a rayas, recorría la playa antes de que los turistas de provincia tomaran sus baños de sol. Parecía fugado de un frasco de reconstituyente, y su forma de correr, elevando exageradamente las rodillas y los codos, acrecentaba esa imagen. En ocasiones, algunos niños, con una hoja sobre la boca a modo de bigote, le seguían durante un trecho, imitando sus zancadas.
Esa mañana, cuando pasó a mi lado, un inusual impulso me obligó a dirigirme al extraño:
-Perdone, ¿por qué corre? –La espontánea pregunta nos sorprendió a los dos.
Ni paró, ni contestó. Siguió corriendo con la cabeza vuelta hacia mí hasta que su rostro se fue difuminando en la distancia. Entonces, como vencido por mi insistente mirada, se agachó y comenzó a escribir sobre la arena. Cuando hubo terminado reanudó su marcha sin volver la vista atrás.
Esperé a que se alejara, y cuando su silueta se fundió con el cabo de Zénik, me acerqué al lugar en el que me esperaban las palabras. Con cuidado de no pisarlas, leí:
Correr por correr, por aprehender la vida antes de que se nos ofrezca, como un ejercicio altruista o por un placer egoísta, divagar en movimiento, salir sin desear llegar y sufrir por no parar. Correr porque sí, porque estás vivo, y corriendo, al mundo lo gritas.

domingo, 23 de mayo de 2010

Los placeres y los días

Hoy hace un mes. Lo recuerdo muy bien porque el día tenía el mismo número de doses. En ese momento, como si la vida se plegase sobre sí misma, comencé a dormir tantas horas de siesta como de noche. Empezó como un premio, un regalo que me hacía tras la insípida comida, un dulce postre que ignoraba el café. Ligeramente reclinado me protegía del frío con una fina manta de lana y tras quince minutos de lectura que me transportaban a la Rusia de los zares, con resignación me retiraba los lentes y los dejaba sobre la mesa contigua. Caía entonces en un profundo sueño imposible a otras horas.

Al cabo de media hora despertaba, y sin moverme, dirigía mis ojos al reloj de pared. Sólo entonces cerraba la boca y tragaba, como de vuelta de un viaje, inerte. Comprobé con agrado que mi despertar sorprendía a las agujas, cada vez más lejos, circunstancia que achaqué al insomnio nocturno, y que, ignorando las recomendaciones de la señora Banjac, compensaba con estos descansos. Confiaba más en las pautas de Darbón que primaba la necesidad de conciliar el sueño, fuera a la hora que fuese. Así pues, como un balancín que se vence lentamente hacia un lado, la siesta crecía en proporción al modo en que menguaba la noche, y me escapaba, como vampiro, de la luz, y con ello, de la compañía.

Tornó mi vida de dirección, transportada en un tren solitario que se cruzaba, a la salida del túnel, con otro repleto, e ignoraba lo que ocurría en otras vías. Otro mundo, opuesto pero complementario, se me ofrecía, y en él, lo intentaría de nuevo.

Hacía ya tiempo que no utilizaba la cama por las noches. El diván de lectura la sustituyó por ineficaz, pero hoy he pensado en perdonarla y volver a ella. Eso sí, de día.

sábado, 15 de mayo de 2010

De lo convencional

Me aburren los juegos de cartas, y por ello, en espera de que la fortuna me visitara, escuchaba indiscretamente los argumentos que, en la mesa contigua, los seis marineros exponían sobre la detención de su patrón.
El cabo de Zénik delimita las aguas que Acoro comparte con Santa Fe, y desde hace años, una tupida cortina tejida con resentimiento e intransigencia, prohíbe el paso de las naves de uno a otro lado. El capitán Gaspar se encontraba apresado por invadir esas aguas, en su intento por salvar a los marinos del Mártires del Mar, que abandonaban su pecio, varado sobre las traicioneras rocas. Los cargos no dejaban lugar a dudas, sobrepasar el cabo de Zénik le suponía la expulsión de su carrera marítima, inhabilitándole para capitanear nave alguna.
Uno de los curtidos marineros justificaba la sentencia y opinaba que nunca debía haberlo hecho, conociendo el castigo. El de su derecha le apoyaba, pues era una acción contraria a los intereses de Santa Fe. A ellos se unía un tercero que se preguntaba cómo se sentirían en la ciudad vecina, después de este acto. Y un cuarto, alegando que la ley es la ley, y que conocida por todos, debe cumplirse, arropaba la opinión de sus compañeros. Un quinto se cuestionaba qué hubiera sido de los náufragos si Gaspar no hubiera actuado de ese modo. Y el sexto, como si obviara lo expuesto por todos y les sobrevolara, se congratulaba de que sus colegas estuvieran vivos, compartiendo la decisión tomada por el capitán.
Al recorrer sus rostros por orden de intervención, creí percibir una secuencia lógica de desarrollo humano que no siempre se logra concluir. Ése día todos perdimos la partida.

sábado, 8 de mayo de 2010

De cráneos vacíos.

La música de Josephine Baker ahoga la conversación que los dos caballeros mantienen al fondo del Café. Sarita, ociosa por la falta de clientes, se contonea al son del jazz en un estéril derroche de sensualidad. Los dos hombres discuten sobre el futuro de los sin futuro, una decisión que afecta a todos los habitantes de Acoro, y en la que no logran ponerse de acuerdo.
El lamentable estado del cementerio municipal provoca la acumulación de cuerpos en improvisadas morgues y las dos fuerzas políticas discrepan en la solución a aplicar. Los liberales proponen la ampliación y reforma del camposanto, mientras que los conservadores prefieren su destrucción y cambio total en cuanto a ubicación, estructura y gestión.
Todos los ciudadanos son conscientes de la perentoria necesidad de consenso, pero los políticos se muestran incapaces de alcanzarlo. Los liberales apelan a la flexibilidad, renunciando a retirar los símbolos religiosos de las instalaciones municipales y modificando el tiempo de derecho a uso de sepultura, pero los conservadores, insatisfechos con las reformas, abogan por un cambio radical.
Sarita, aburrida, ha quitado la música, y los dos hombres, con los brazos cruzados, se dejan caer sobre el respaldo de sus sillas.
Mientras, en la morgue, se acumulan los cráneos vacíos.

miércoles, 5 de mayo de 2010

El francés

Todo comenzó como una excusa, un alegato de un fonema rebelde, una dislalia con traje elegante. Como de broma, un día dijo que era francés.
Oí las voces desde la puerta del Noroeste con su inconfundible frenillo. Estaba realmente enojado por una carta de vinos sin Chardonnay y, cual histrión que busca el papel de su vida, se llevaba las manos a la cabeza, preguntandose cómo era posible que en Acoro no se pudieran saborear caldos franceses. En otra ocasión le encontré en el almacén del Sr. Makado en busca de láminas impresionistas, y durante una hora, disertó sobre la analogía de las pinceladas de Monet con los habitantes de la ciudad, que sin tocarse, forman parte de un lienzo urbano que se ve desde las alturas. Cuando conseguí hacerle ver que compartía sus teorías, se despidió de mí con un apretón de manos que me transmitió el olor a Camembert que, sin duda, desprendía el paquete que estrujaba mientras hablaba.
Todo en él se fue afrancesando y ya casi nadie dudaba de su origen galo. El nuevo puente, que bebía de Eiffel, el Barrio Viejo que evocaba a Saint Germaine, y Sarita, con su pelo nouveau, a la que agasajaba con flores del mal, configuraban su escenario cotidiano.
Traté de hablar con él, pero la comunicación se tornaba complicada porque su idioma mutó a expresiones guturales cargadas de tópicos. Le dije que no era preciso, que contaba con el cariño de todos, que le queríamos como era… Pero con resignación, y casi compadeciéndose de mí, expuso que nadie controlaría su existencia, que sólo él vencería el desasosiego, y que nuestras buenas intenciones no podían ayudarle, pues no éramos más que elementos de su propia creación.
Bernard murió antes de que la primavera secara sus lágrimas. Lo encontraron en su finca del monte Gorzu, de la que ya no salía y a la que llamaba Santa Elena.

miércoles, 28 de abril de 2010

Prioridades

Recuerdo el sonido del impacto como una toalla mojada que se precipita desde las alturas. Un choque perfectamente inelástico.
Era la construcción más ambiciosa de los últimos años. El puente conectaría el Barrio Viejo con el monte Gorzu, y la malla de acero y tuercas traería la modernidad a la ciudad de Acoro. Pero, como siempre, la fatalidad frenaba su desarrollo, esta vez, en forma de inmensa guillotina.
El operario no la vio acercarse acelerada y silenciosamente, pero la enorme viga seccionó su brazo izquierdo que cayó sobre el suelo de la plataforma como si pidiera limosna, y quedó colgado en el vacío, asido a la barandilla con la mano derecha. Dicen que el pobre hombre intentó coger el miembro con su desgarrado muñón, y como no pudo, en una irreflexiva decisión, optó por tomarlo con la otra mano, para lo cual, tuvo que soltarse.

martes, 27 de abril de 2010

De pies y de suelos

Más de diez años hace que el viejo Darbón me pasa consulta. La cobarde hipocondría que se confirma con periódicos achaques, me obliga a visitarle en días alternos. Una serena plática, unas respuestas que esperan a la pregunta, una queja que se ahoga al ser escuchada; poco necesito para que la confianza me acompañe cuarenta y ocho horas más.
Al caer la tarde, cuando los vecinos y comerciantes de Acoro recogen sus cosas y se dirigen a casa, yo tomo el camino de su consultorio mientras recorro mi anatomía buscando dolencias que justifiquen la visita. Las más de las veces no presento patología alguna, pero la tertulia que entablamos entonces, sobre las cuestiones de la ciudad, posee unos efectos, sin duda, profilácticos y terapéuticos.
El viejo Darbón se formó en las mejores universidades europeas y domina distintas disciplinas, pero sobre todas ellas, destaca su estudio del pie. Esa porción de cuerpo que nos permite golpear o acariciar el planeta –mi abuela siempre decía: fíjate en la forma de andar de la gente; hay quien golpea el suelo y quien lo acaricia- y a la que no pagamos justamente el favor que nos hace. Durante las últimas semanas padezco molestias al andar, motivo que refuerza mi intención de no salir de casa, por lo que consentí, tras mucha insistencia, que me examinara. Ayer, como de costumbre, llegué pasadas las ocho para conocer los resultados. Percibí la mal disimulada preocupación en su semblante, y sin comunicarme el diagnóstico, me invitó a que fuéramos al Noroeste. Aguanté la incertidumbre hasta que llegamos al café, y allí, como si de una fatal sentencia se tratara, me lo comunicó:
-Josef, lo que padeces no es grave, pero no tiene cura. Tus pies están sanos, el problema es que no se adaptan al suelo que pisas.

sábado, 24 de abril de 2010

Olvida

La abrupta costa de Acoro ha sido la pesadilla de los marinos durante siglos, motivo por el cual posee uno de los faros más antiguos del continente. Su oscilante luminaria vigilaba el tránsito de naves entre los dos océanos hasta que el alcalde, el señor Zampo, que se aferró al poder durante cuarenta años, abandonó a su libre albedrío a los ciudadanos que se internaban en el mar con sueños de libertad, y apagó, con su gélido soplido, todo destello de luz. La población, temerosa, evitaba alejarse de la costa por miedo a perderse y el comercio desapareció de las lonjas. Durante esos grises años, los ciudadanos de Acoro permanecieron ajenos a las corrientes culturales que fluían por el continente y se acostumbraron a sobrevivir con los productos locales. Hubo, incluso, quien defendió esta situación, alegando, tras un tupido velo nacionalista, que nuestros alimentos eran los mejores del mundo. Los más intrépidos se ofrecían a los caprichos de las olas que jugaban con las rocas, unas veces escondiéndolas, otras sorprendiendo a las quillas. El mar se tragaba los cuerpos y las ilusiones, mientras que las familias lloraban desde tierra.
Ya hace tiempo que murió el alcalde y resucitó el faro. Desde entonces, no se han perdido más vidas y la navegación ha recuperado el esplendor de antaño, pero ahora que ciertos ciudadanos de Acoro quieren echarse a la mar para recuperar las embarcaciones de sus padres fallecidos, el hijo de Zampo ha prohibido la búsqueda.

jueves, 8 de abril de 2010

Poco antes de la una

Hoy ha vuelto a ocurrir, poco antes de la una. Al cruzar el barrio de Los Filántropos y encarar la calle Mère, el curvo tobogán tira de mí como si quisiera lanzarme contra tu fachada. Y allí, a la altura del número dos, donde la gravedad se hace menos exigente, poco antes de la una, he mirado a tu puerta cerrada.
He buscado nuevos argumentos para convencerte, en un vano intento de que no te fueras, y al cabo, he recordado que ya no estás, que es inútil, que tu empeño fue mayor, que casi han pasado dos años. Entonces me siento engañado por el tiempo, un tiempo que se volvió hostil, que como una tozuda borrasca, me roba el sombrero con su viento burlón. Y lo veo rodar calle abajo, pero no corro, porque ya no tengo fuerzas, porque ya no me compensa.
A la vuelta del Noroeste, aún con el sabor a papel en la boca, encaro la pendiente que se hace imposible. La acera se transforma en un empalagoso caramelo que se pliega a mi paso, en una cínica sonrisa, estrangulando mis botas. Entro al jardín de macetas vacías y abro tu buzón. Retiro las cartas en blanco que te escribí ayer, y las sustituyo por las de hoy, que también están en blanco. Desisto de subir la cuesta y me desvío por otras calles de Acoro. Una ciudad que se me hace grande, grande y vacía.

martes, 6 de abril de 2010

Correo

La lluvia visita de nuevo la ciudad de Acoro. Como si prepararan el terreno para recibir el envío que espero, unas furtivas nubes han saturado el óleo que observo desde la ventana. El señor Penán se retrasa. Una y otra vez retiro los visillos de mi apartamento en busca de esa rueda que oscila de un lado a otro por los adoquines, como si contara los días para la jubilación a golpe de pedal. Al fin, la oxidada bicicleta de correos y el rostro de Penán, maldiciendo la lluvia, aparecen por la esquina.
Bajo corriendo las escaleras, aún a riesgo de que me traicionen mis debilitadas articulaciones, y cuando abro la puerta, la arrugada cara del señor Penán me sonríe y sus escuálidos brazos me acercan el paquete, envuelto en papel de estraza con una cuerda.
-¿Cómo va Penán?, mal día para repartir.
-Mal año para repartir, mal año. -Me contesta con resignación.
Busco una propina y me doy cuenta de que con las prisas he dejado arriba la cartera con el dinero.
-Espere un momento Penán. Ahora bajo.
Subo a por el monedero dejando la puerta abierta, pero a la vuelta, el cartero ya se aleja contando días dificultosamente. Rasgo el papel que despierta a la estancia con su crujido y compruebo el contenido: el Manual de Estilo de Pere Barbeira, el último número de la revista Letras que Huyen y el pequeño libro.
-¡Como un ladrillo! -pienso. Un perfecto paralelepípedo de pulcras esquinas, sin dobleces que profanen el interior. Otra vez Penán ha hecho bien su trabajo. Prolongo el irrepetible momento, y lo abro. De su interior, un melancólico orballo envuelve las palabras, que en dos lenguas lloran cantares gallegos.

lunes, 5 de abril de 2010

Jantipa

Tengo mis propias fuentes que alimentan estas crónicas, pero la más nutritiva, sin duda, es el Sr. Rosenthal. Vive con su mujer en la pequeña portería de paredes ahumadas. Por las mañanas, interrumpe el encendido de la calefacción y me saluda con su cara tiznada. Durante unos minutos intercambiamos impresiones, divagamos y nos separamos con la sensación de que hemos descubierto el secreto que mueve a la Humanidad. Su esposa escucha escondida desde la puerta entreabierta, en un vano intento por descifrar mensajes ocultos -creo que no le gusta que su marido hable conmigo-.
En ocasiones le veo por la tertulia del Noroeste, y desde la distancia y en silencio, toma nota de lo que escucha. Cuando llega a casa, de las servilletas teñidas de hollín, extrae las historias que luego cuenta a su hijo, y por la noche, a escondidas, construye rimas. Desde mi apartamento oigo las voces de su mujer que le recrimina cómo pierde el tiempo en tonterías -más valía que encontraras un buen trabajo- y con desprecio tira sus papeles al fuego, cuyas letras, escapan por la chimenea buscando quien las quiera.

martes, 30 de marzo de 2010

Asueto

El viejo Darbón me lo lleva tiempo diciendo: tienes que salir a que te dé el aire, necesitas ejercicio, tomar las aguas…
Le he hecho caso. Mañana tomaré el coche hasta Boneau y pasaré allí tres días. Poco más de una hora separa Acoro, del Balneario, pero el cambio de clima es apreciable y según mi médico y confesor, me vendrá bien abandonar el trabajo unos días. Lo cierto es que la petición del señor Álvarez de Prado ha sido muy exigente y la redacción de todos los artículos me ha dejado exhausto. Esta semana, los olvidados rayos de sol han acrecentado mi astenia y reducido mi capacidad de trabajo. Un familiar remordimiento me corroe y dudo de cumplir los compromisos pendientes para Mayo, pero confío regresar con fuerzas y que mi jefe sea comprensivo. Espero no encontrármelo en el balneario. A propósito, ahora que recuerdo, Zoran Banjac me comentó la otra tarde, en el Noroeste, su intención de visitar Boneau con su familia. El señor Banjac hizo fortuna fuera de Acoro y su exquisita familia sería perfecta de no ser por la verborrea de la señora Banjac. Me consta que han dejado de ser invitados a numerosas reuniones, por no soportar las nimias historias con las que esta señora se explaya. Recuerdo un día en casa de los Salazar. Permaneció hablándome durante toda una tarde mientras yo me preguntaba cómo haría para sujetar su cabello de esa estrafalaria manera. Creo que cuando di con la solución, se despedía agradeciendo mi escucha y reconociendo que ya no queda mucha gente con la que se pueda conversar.
Dudo. Miro las maletas aún por cerrar en espera de que decidan su futuro. A última hora siempre dudo si merezco el descanso, y la procastinación crónica me persuade a postergar la marcha.

domingo, 28 de marzo de 2010

El bailarín de Kabuki

Una compañía de teatro japonés visita estos días la ciudad. El bailarín de Kabuki se adueña del proscenio. Inmóvil, baila al son de las infinitas notas del shamisen. El público espera cómicas cabriolas o estrafalarios malabares, pero el bailarín de Kabuki, impávido, ofrece su altivo mentón que representa el orgullo de un pueblo. Algunos desesperan, mientras otros derraman el té, incapaces de contener la emoción.
El bailarín de Kabuki abandona el escenario. Se oyen aplausos; se oyen protestas. Hay quien ríe; hay quien llora.
El bailarín de Kabuki se quita la pintura y guarda en el cajón la fantasía, justo al lado de los deseos.
El bailarín de Kabuki se mezcla con la gente que no le reconoce. Y saluda. Algunos, los más avezados, creen ver, bajo las occidentalizadas ropas del pequeño hombre que se inclina, un wakizashi.

sábado, 27 de marzo de 2010

Carta a Célestin

Querido amigo Célestin:

Te escribo desde esta, cada vez más, lejana Acoro, para justificar a los chicos por el abandono de la correspondencia. Como habrás podido comprobar por sus esporádicas epístolas, la comunicación con Vence ha disminuido considerablemente y mi esfuerzo por animarles es asfixiado por la ingente cantidad de tareas que, mecánicamente, copian en sus inútiles cuadernos. Han cerrado la nueva escuela y los críos han sido trasladados al atrio de la iglesia, donde reciben la lección desde rígidos pupitres. Don Lino ha caído enfermo y en su lugar ha sido nombrado el alguacil, y como ayudante, el carcelero, que desde una tarima, fabricada con la madera de la censura, dirigen las desafinadas mentes.
La resignación y el tedio se apoderan de los alumnos, que no entienden por qué han de competir, en vez de cooperar, por qué almacenar datos en egoístas cerebros. Firmes se levantan cuando entra el maestro y sobre sus cabezas, como ave de rapiña, planean las palabras esfuerzo y sacrificio, cuya sombra es dolor y angustia. Su vocabulario cambió el respeto por el miedo y el amor por la obligación, pero se les promete poder, poder que sustenta el fracaso del compañero.
Como al alguacil no le satisfacía el jornal, las familias han de sufragar los gastos, misión que a algunas se les antoja imposible –sus hijos han sido los primeros en abandonar los estudios-.
Hoy he estado en la vieja Nueva Escuela, he visto como su periódico vuela en pavesas, la imprenta llora lágrimas negras, y en el armario, atrancado con una cruz, se pudre la modernidad.
Te echa de menos, tu amigo Josef Manwell.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Del Trabajo

Gusta la arquitectura local de prolongar las estancias con acristaladas galerías. Una intimidad compartida, una disculpa, un anticipado perdón, un día a día que espera ser absuelto por un jurado vecinal. Desde las aceras, el peatón indulta a los inquilinos, mientras caen bajo sospecha las cortinas entornadas. En el interior, las pisadas callejeras acompasan las labores domésticas, que el ojo polifémico de la catedral vigila incansable. Y es que, el recién acabado monumento religioso, puede verse desde cualquier punto de la ciudad, como centro geodésico sobre el que gravita Acoro. Se trata de una construcción cuya planta, de cruz latina, se erige en piedra blanca, pintando la habitual niebla con los colores de sus vidrieras. Finalizada la majestuosa obra, la ciudad se vio abocada a una soporífera resaca, pero ahora, con energías renovadas, los trabajadores esperan nuevos proyectos.
Me lo contó Milos Szaver, el día que le vi en La Plaza de Estar, conversando con Perucho. Como desde hacía una semana, bajaba del tranvía dos paradas antes para obligarme a andar un poco, y en un primer momento le confundí con otro desheredado, tal era su aspecto. El Sr. Szaver es uno de los más cotizados oficiales de la construcción en Acoro. A sus órdenes han trabajado la mayoría de los obreros que levantaron la catedral, obra que llenó las despensas durante años. Una incierta luz iluminó la ciudad durante ese tiempo, ignorando que provenía de nuestro propio faro de costa dirigido al ombligo de la urbe. Él mismo regulaba el exceso de trabajadores, hasta que, como su capitán, se hundió con el barco.
Cuando nos saludamos, percibí el olor a vino y a desesperanza. Confesó que había gastado todo lo ganado, y ahora, hasta Perucho, compartía con él las limosnas. Yo dudaba si ofrecerle unas monedas -no quería ofenderle- y le propuse que se pasara por la catedral. Allí podrían ayudarle de algún modo. Pero me contestó, entre lágrimas, que no podía ir, pues sobre los dinteles, él mismo había tallado un letrero que decía: "PROHIBIDA LA MENDICIDAD".

martes, 23 de marzo de 2010

La Ciudad

Tiene la ciudad de Acoro, un cierto aire provisional, un deseo continuo de cambio que no logra alcanzar, una vejez que se renueva para volver a ser vieja, como un maquillaje que acentúa las arrugas. Sus casas miran al puerto, obviando los patios desvencijados, con agrietadas fachadas de colores, cuya fingida alegría, la humedad mata. Desde mi ventana veo al operario que arregla los baches del pavimento con adoquines robados de otra calle, igual que lo hizo su padre, y el padre de su padre. Un Sísifo empeñado en paliar la ruina con ruina.
No les entretendré con datos geográficos de la ciudad, pero, para los que ignoran su ubicación, les remito a la obra del cartógrafo Justin Foller, no sin antes recordarles que la información demográfica, dada su constante variabilidad, ha de ser considerada, únicamente, a título orientativo.
De las gentes de Acoro, o acorenses, cuyo gentilicio pocos toman en propiedad, es difícil encontrar un arquetipo que les defina. Cuando uno llega por primera vez, siente que los foráneos son, en realidad, los ciudadanos que aquí habitan. Y así, en un mutuo sentimiento de extranjería, te fundes con ellos en una perpetua búsqueda de cultura común.
Yo, Josef Manwell, en Acoro aprendí que la felicidad no existe, y por ello, desistí de buscarla en otro lugar. Desde entonces, paseo por las parcheadas calles de la ciudad, mi parcheada vida, y, como los operarios municipales, tapo unas penas con otras, pintadas de esperanza.


lunes, 22 de marzo de 2010

El Encargo

Cuando el Sr. Álvarez de Prado me propuso la realización de esta bitácora, me abordó la incertidumbre. Recientemente se había prescindido de Ongallo y cuando recibí el aviso para personarme en su despacho, comenzaron las divagaciones sobre mi destino. Llegué a imaginarme fuera de Acoro, realizando, quizás, trabajos manuales para los que no estoy dotado. Así pasó la infecunda mañana hasta la hora concertada. Cuando me presenté ante él, lo hice ya como un hombre nuevo, resignado a asumir diferentes retos en lugares inciertos.
A juzgar por mi expresión, el jefe supuso que la propuesta no era de mi agrado, y trató de animarme con promesas que ambos sabíamos imposibles.
-No, no se trata de una sección de sucesos. Tienes total libertad para exponer las reflexiones y sentimientos que te provoquen los hechos cotidianos de la ciudad.
-Crónicas de Acoro –me repetía una y otra vez mientras salía del despacho, tratando de comprender a quién podrían interesar mis cavilaciones.
Ésa tarde llegué al Noroeste antes de lo acostumbrado, y mientras daba vueltas al café, como si removiera la ciudad con la cucharilla, en espera de que la espuma me regalara imágenes inspiradoras, decidí dejar de preocuparme. Total libertad, dijo el Sr Álvarez de Prado. Después de una vida escribiendo por encargo, en boca de otros, por fin podría reflejar sobre papel mis pulsiones internas. Cuando pagué el café a Sarita me atreví con un piropo.
-Estás muy guapa con ésa blusa, Sarita –y ella me contestó con una carcajada que ahogaba un gracias, sorprendida por mi osado comportamiento. Antes de ir a casa, me pasé por la librería Letras de Ultramar. Necesitaría más libretas y una pluma nueva.