Vivir consiste en construir futuros recuerdos (Ernesto Sábato)
Recordar consiste en construir pasadas vivencias (Josef Manwell)

martes, 30 de marzo de 2010

Asueto

El viejo Darbón me lo lleva tiempo diciendo: tienes que salir a que te dé el aire, necesitas ejercicio, tomar las aguas…
Le he hecho caso. Mañana tomaré el coche hasta Boneau y pasaré allí tres días. Poco más de una hora separa Acoro, del Balneario, pero el cambio de clima es apreciable y según mi médico y confesor, me vendrá bien abandonar el trabajo unos días. Lo cierto es que la petición del señor Álvarez de Prado ha sido muy exigente y la redacción de todos los artículos me ha dejado exhausto. Esta semana, los olvidados rayos de sol han acrecentado mi astenia y reducido mi capacidad de trabajo. Un familiar remordimiento me corroe y dudo de cumplir los compromisos pendientes para Mayo, pero confío regresar con fuerzas y que mi jefe sea comprensivo. Espero no encontrármelo en el balneario. A propósito, ahora que recuerdo, Zoran Banjac me comentó la otra tarde, en el Noroeste, su intención de visitar Boneau con su familia. El señor Banjac hizo fortuna fuera de Acoro y su exquisita familia sería perfecta de no ser por la verborrea de la señora Banjac. Me consta que han dejado de ser invitados a numerosas reuniones, por no soportar las nimias historias con las que esta señora se explaya. Recuerdo un día en casa de los Salazar. Permaneció hablándome durante toda una tarde mientras yo me preguntaba cómo haría para sujetar su cabello de esa estrafalaria manera. Creo que cuando di con la solución, se despedía agradeciendo mi escucha y reconociendo que ya no queda mucha gente con la que se pueda conversar.
Dudo. Miro las maletas aún por cerrar en espera de que decidan su futuro. A última hora siempre dudo si merezco el descanso, y la procastinación crónica me persuade a postergar la marcha.

domingo, 28 de marzo de 2010

El bailarín de Kabuki

Una compañía de teatro japonés visita estos días la ciudad. El bailarín de Kabuki se adueña del proscenio. Inmóvil, baila al son de las infinitas notas del shamisen. El público espera cómicas cabriolas o estrafalarios malabares, pero el bailarín de Kabuki, impávido, ofrece su altivo mentón que representa el orgullo de un pueblo. Algunos desesperan, mientras otros derraman el té, incapaces de contener la emoción.
El bailarín de Kabuki abandona el escenario. Se oyen aplausos; se oyen protestas. Hay quien ríe; hay quien llora.
El bailarín de Kabuki se quita la pintura y guarda en el cajón la fantasía, justo al lado de los deseos.
El bailarín de Kabuki se mezcla con la gente que no le reconoce. Y saluda. Algunos, los más avezados, creen ver, bajo las occidentalizadas ropas del pequeño hombre que se inclina, un wakizashi.

sábado, 27 de marzo de 2010

Carta a Célestin

Querido amigo Célestin:

Te escribo desde esta, cada vez más, lejana Acoro, para justificar a los chicos por el abandono de la correspondencia. Como habrás podido comprobar por sus esporádicas epístolas, la comunicación con Vence ha disminuido considerablemente y mi esfuerzo por animarles es asfixiado por la ingente cantidad de tareas que, mecánicamente, copian en sus inútiles cuadernos. Han cerrado la nueva escuela y los críos han sido trasladados al atrio de la iglesia, donde reciben la lección desde rígidos pupitres. Don Lino ha caído enfermo y en su lugar ha sido nombrado el alguacil, y como ayudante, el carcelero, que desde una tarima, fabricada con la madera de la censura, dirigen las desafinadas mentes.
La resignación y el tedio se apoderan de los alumnos, que no entienden por qué han de competir, en vez de cooperar, por qué almacenar datos en egoístas cerebros. Firmes se levantan cuando entra el maestro y sobre sus cabezas, como ave de rapiña, planean las palabras esfuerzo y sacrificio, cuya sombra es dolor y angustia. Su vocabulario cambió el respeto por el miedo y el amor por la obligación, pero se les promete poder, poder que sustenta el fracaso del compañero.
Como al alguacil no le satisfacía el jornal, las familias han de sufragar los gastos, misión que a algunas se les antoja imposible –sus hijos han sido los primeros en abandonar los estudios-.
Hoy he estado en la vieja Nueva Escuela, he visto como su periódico vuela en pavesas, la imprenta llora lágrimas negras, y en el armario, atrancado con una cruz, se pudre la modernidad.
Te echa de menos, tu amigo Josef Manwell.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Del Trabajo

Gusta la arquitectura local de prolongar las estancias con acristaladas galerías. Una intimidad compartida, una disculpa, un anticipado perdón, un día a día que espera ser absuelto por un jurado vecinal. Desde las aceras, el peatón indulta a los inquilinos, mientras caen bajo sospecha las cortinas entornadas. En el interior, las pisadas callejeras acompasan las labores domésticas, que el ojo polifémico de la catedral vigila incansable. Y es que, el recién acabado monumento religioso, puede verse desde cualquier punto de la ciudad, como centro geodésico sobre el que gravita Acoro. Se trata de una construcción cuya planta, de cruz latina, se erige en piedra blanca, pintando la habitual niebla con los colores de sus vidrieras. Finalizada la majestuosa obra, la ciudad se vio abocada a una soporífera resaca, pero ahora, con energías renovadas, los trabajadores esperan nuevos proyectos.
Me lo contó Milos Szaver, el día que le vi en La Plaza de Estar, conversando con Perucho. Como desde hacía una semana, bajaba del tranvía dos paradas antes para obligarme a andar un poco, y en un primer momento le confundí con otro desheredado, tal era su aspecto. El Sr. Szaver es uno de los más cotizados oficiales de la construcción en Acoro. A sus órdenes han trabajado la mayoría de los obreros que levantaron la catedral, obra que llenó las despensas durante años. Una incierta luz iluminó la ciudad durante ese tiempo, ignorando que provenía de nuestro propio faro de costa dirigido al ombligo de la urbe. Él mismo regulaba el exceso de trabajadores, hasta que, como su capitán, se hundió con el barco.
Cuando nos saludamos, percibí el olor a vino y a desesperanza. Confesó que había gastado todo lo ganado, y ahora, hasta Perucho, compartía con él las limosnas. Yo dudaba si ofrecerle unas monedas -no quería ofenderle- y le propuse que se pasara por la catedral. Allí podrían ayudarle de algún modo. Pero me contestó, entre lágrimas, que no podía ir, pues sobre los dinteles, él mismo había tallado un letrero que decía: "PROHIBIDA LA MENDICIDAD".

martes, 23 de marzo de 2010

La Ciudad

Tiene la ciudad de Acoro, un cierto aire provisional, un deseo continuo de cambio que no logra alcanzar, una vejez que se renueva para volver a ser vieja, como un maquillaje que acentúa las arrugas. Sus casas miran al puerto, obviando los patios desvencijados, con agrietadas fachadas de colores, cuya fingida alegría, la humedad mata. Desde mi ventana veo al operario que arregla los baches del pavimento con adoquines robados de otra calle, igual que lo hizo su padre, y el padre de su padre. Un Sísifo empeñado en paliar la ruina con ruina.
No les entretendré con datos geográficos de la ciudad, pero, para los que ignoran su ubicación, les remito a la obra del cartógrafo Justin Foller, no sin antes recordarles que la información demográfica, dada su constante variabilidad, ha de ser considerada, únicamente, a título orientativo.
De las gentes de Acoro, o acorenses, cuyo gentilicio pocos toman en propiedad, es difícil encontrar un arquetipo que les defina. Cuando uno llega por primera vez, siente que los foráneos son, en realidad, los ciudadanos que aquí habitan. Y así, en un mutuo sentimiento de extranjería, te fundes con ellos en una perpetua búsqueda de cultura común.
Yo, Josef Manwell, en Acoro aprendí que la felicidad no existe, y por ello, desistí de buscarla en otro lugar. Desde entonces, paseo por las parcheadas calles de la ciudad, mi parcheada vida, y, como los operarios municipales, tapo unas penas con otras, pintadas de esperanza.


lunes, 22 de marzo de 2010

El Encargo

Cuando el Sr. Álvarez de Prado me propuso la realización de esta bitácora, me abordó la incertidumbre. Recientemente se había prescindido de Ongallo y cuando recibí el aviso para personarme en su despacho, comenzaron las divagaciones sobre mi destino. Llegué a imaginarme fuera de Acoro, realizando, quizás, trabajos manuales para los que no estoy dotado. Así pasó la infecunda mañana hasta la hora concertada. Cuando me presenté ante él, lo hice ya como un hombre nuevo, resignado a asumir diferentes retos en lugares inciertos.
A juzgar por mi expresión, el jefe supuso que la propuesta no era de mi agrado, y trató de animarme con promesas que ambos sabíamos imposibles.
-No, no se trata de una sección de sucesos. Tienes total libertad para exponer las reflexiones y sentimientos que te provoquen los hechos cotidianos de la ciudad.
-Crónicas de Acoro –me repetía una y otra vez mientras salía del despacho, tratando de comprender a quién podrían interesar mis cavilaciones.
Ésa tarde llegué al Noroeste antes de lo acostumbrado, y mientras daba vueltas al café, como si removiera la ciudad con la cucharilla, en espera de que la espuma me regalara imágenes inspiradoras, decidí dejar de preocuparme. Total libertad, dijo el Sr Álvarez de Prado. Después de una vida escribiendo por encargo, en boca de otros, por fin podría reflejar sobre papel mis pulsiones internas. Cuando pagué el café a Sarita me atreví con un piropo.
-Estás muy guapa con ésa blusa, Sarita –y ella me contestó con una carcajada que ahogaba un gracias, sorprendida por mi osado comportamiento. Antes de ir a casa, me pasé por la librería Letras de Ultramar. Necesitaría más libretas y una pluma nueva.