Vivir consiste en construir futuros recuerdos (Ernesto Sábato)
Recordar consiste en construir pasadas vivencias (Josef Manwell)

miércoles, 24 de abril de 2013

Pequeño tratado de taxonomía floral.

En el número uno de la calle Día de la ciudad de Acoro, hay un pequeño callejón, sin nombre, que conduce al veinticuatro de la calle Noche. El paso no tiene más de veinte metros de largo, y si abro los brazos al recorrerlo, a pesar de mi exigua envergadura, casi puedo tocar los negros ladrillos de la pared con mis dedos.
            Descubrí el atajo una tarde que la lluvia se enamoró, como yo, del Barrio Viejo. Llevaba un buen rato esperando tras las ventanas del Noroeste, y, pasadas las seis, decidí la vuelta a casa, como si alguien allí me esperase. Pero una mano firme sujetó mi antebrazo y abortó el intento.  Giré sobre mis pies y me encontré ante las narices con la edición matinal del Comercial Acorense que Perucho me ofrecía para utilizarlo como paraguas.
            - Llueve señor –me dijo, y bajó la vista con una mueca que soñaba con ser sonrisa, feliz por la oportunidad que se le presentaba de pagarme los cafés a los que yo le había invitado en incontables ocasiones.
- ¡Ay mi querido Perucho, qué haría yo sin ti! –me enterneció sobremanera la emoción que le provocó sentirse útil a alguien. Los intentos por disimular la nerviosa risa le desencadenaron un golpe de tos que amenazaba con reventar sus dañados pulmones, víctimas  de las húmedas vigilias que en otoño soportaba en los portales.
Abrí el diario por la mitad y lo coloqué sobre mi cabeza. Pensé que parecería una casa con tejado a dos aguas, pero opté por salvar mi sombrero comprado hace no más de dos semanas. Bajé corriendo por la calle Mercadería hasta la Plaza de la Sagrada Familia, y allí tomé la calle Día, momento en que el papel se deshizo en mis manos, dejando las noticias y esquelas grabadas sobre el fieltro. Fue entonces cuando lo vi. Como bote para naufrago, apareció. Un estrecho pasillo me protegería hasta la calle Noche, subiría las Escaleras de la Vida, y bordeando la Fuente de Las Penas, alcanzaría los soportales hasta casa. En el centro exacto, como un agujero negro que devora la vida de la ciudad, se aunaban los sonidos de ambas calles en un continuo zumbido, y, mirando a un lado y a otro, se veían los infinitos rostros de los infinitos viajeros que, a toda velocidad, pasaban tras las ventanas de los tranvías. La superposición de imágenes  parecía crear, como en una linterna mágica, el mismo rostro en ambas calles.
A partir de esa tarde, el itinerario fue una rutina. El tiempo que ahorraba en el trayecto lo aprovechaba en el Café, anotando mis reflexiones sobre las servilletas de papel que Perucho recogía de la mesa cuando me iba, quizás con la vana intención de publicarlas y huir de la pobreza a la que su diferente forma de razonar le había condenado. Las guardaba sin orden en los bolsillos de su raída pelliza, alterando con ello los avatares de mi vida y convirtiéndola en un caos mayor del que ya era.
El diez de Agosto, a las seis de la tarde, como el resto del año, salía del Café Noroeste. Caminaba despacio buscando la sombra y me aflojé la corbata, pues el sudor amenazaba al cuello almidonado de mi camisa. La Plaza de la Sagrada Familia se encontraba desierta y, cuando alcancé la calle Día, supe que estaba salvado de la insolación. Un aire fresco salía de mi callejón de sombra perpetua. En él me interné como quien alcanza su morada después de un largo viaje. Pero cuando mi vista se acomodó al cambio de luz, percibí un obstáculo en medio del trayecto, que en un principio identifiqué como basura. Al acercarme comprobé con agrado que no eran desperdicios, sino una joven vendedora ambulante que había decidido exponer allí sus flores. Una porción del oscuro callejón sin nombre se encontraba alfombrado por una multicolor variedad de flores, y en el centro, como  por un mágico  injerto de todas ellas, una joven con los pies juntos y las manos a la espalda, me sonreía mientras oscilaba sobre sí misma. Me sentí obligado a parar.
- Hola, quiero flores –dije tímidamente.
La joven continuaba mirándome en silencio con el ya embriagador giro, a uno y otro lado, que convertía la exposición de ramos, en una policromática falda de bailarina.
- ¿Cuáles? –dijo al fin.
No existe un tema del que me pueda considerar un experto, pero sí hay varios de los que soy un absoluto ignorante. La Botánica es uno de ellos. Por algún extraño motivo, nunca he puesto demasiado interés en conocer los nombres de las plantas ni de los árboles, y me sorprende la facilidad con la que cualquiera se refiere a tal o cual variedad, tipo de hoja, cuidados necesarios…
- No sé –dije mientras recorría con la vista el extraño arcoíris-. Ésas, las rosas.
Con alivio localicé unas de nombre conocido. La joven, como si esperara el final de un chiste, explotó en una sonora carcajada que retumbó contra las paredes del callejón.
- ¿Son rosas, no? –pregunté extrañado por su reacción y ya no seguro de si lo eran o no.
Las dos filas de dientes que parecían absorber toda la luz del callejón, se volvieron a separar para no ser arrollados por las risas, que zigzagueando de pared a pared, se escaparon hacia la calle Noche.
- No señor, no son rosas. Son andreyas.
Cogió el ramo y me lo ofreció, colocándolo a la altura de su cara, cuya belleza contagiaba a las flores y las convertía en una variedad única. Me explicó que era una extraña planta cuya floración se adelantaba a la de cualquier otra, incapaz de contener en el interior de sus tallos, tanta hermosura. Le agradecí las explicaciones y se las pagué sin esperar el cambio. Nos mantuvimos la mirada hasta que abandoné el callejón, ella con su eterna sonrisa, y yo preguntándome qué hacía con aquellas flores en la mano.
No sé si por la presencia de las flores o por la luz que dejaban pasar los visillos que cambié por las tupidas cortinas, pero una madrugadora primavera se alojó en mi oscuro apartamento. Durante días me colocaba frente a ellas, compartiendo el sol que las alimentaba, y, por momentos, llegaba a percibir el crecimiento de los tallos y el movimiento de los pétalos al saludar la vida. Retiré la herrumbre de los balcones y pinté la fachada de vivos colores, al igual que los humildes pescadores; aproveché cada rincón, cada espacio iluminado por este sol extranjero, para colocar macetas. Cargaba la tierra desde el monte Gorzu, allí donde la pequeña niña Rúa cultiva la planta del sueño. Las regaba con el agua del nacimiento del Lumia, recogida en cubos de madera antes de que se despertara mi perro Sócrates. Nunca mi frágil y enfermizo cuerpo había estado tan cansado, ni tan feliz.
El viejo Darvón comenzaba a preocuparse por mi inusual actividad física y creo que llegó a temer por mi salud mental. Para convencerle de que estaba mejor que nunca, quise invitarle a que me acompañara en la compra de más andreyas. Tiré de él por las calles de Acoro hasta la entrada del callejón que, vacío y sucio, nos esperaba. Recorrí la línea recta una y otra vez, buscando un escondite imposible, hasta que mi amigo me convenció para volver a casa.
Nunca más vi a la joven. Busqué dentro y fuera del Barrio Viejo, por las dañadas circunvoluciones  de la demente ciudad, desde el puerto a los arrabales, en uno y en otro margen del Lumia, pero todo fue inútil. Pregunté en las floristerías pero nadie la conocía, ni a ella, ni  la curiosa variedad de flores que vendía.
- Pero, ¿cómo puede ser? si en todas las tiendas tienen andreyas.
- No señor –me contestaban-, no conozco la variedad de la que usted habla. Esas flores son rosas.
Aún así, en un arrebato paranoico de incredulidad, decidí dirigirme al puerto y hacer un gran pedido de andreyas. Pedí un adelanto en el periódico y esperé impaciente la llegada. Tuve que utilizar el término rosa para que me entendieran, pero mientras hacían la descarga de los contenedores, traídos desde los más exóticos lugares, en mi interior sonreía pícaramente, como si con la compra me aprovechara de su ignorancia.
Desde la calle Día y la calle Noche se pueden oír las voces de Perucho cuando ofrece andreyas, y la curiosidad siempre hace que algún paseante se acerque e incluso compre la mercancía. Una única vez, que el viento traía la melancolía desde el cabo de Zénik, tiñendo de soledad y silencio las tertulias, y mojando con rocío de nostalgia las calles de la ciudad, se apoderó de mí la incertidumbre y el desasosiego.
- ¿No será, Perucho, que estemos equivocados y no sean más que rosas lo que ofrecemos?
Y él, aupándose para rodear mis hombros con su tullido brazo, me dijo:
- No, señor Manwell. No hay más que mirarlas bien y enseguida se da uno cuenta. Mírelas. No hay rosa tan bonita como una andreya. Mírelas, mírelas, mírelas…



Acoro, al final de un otoño y principio de otro.

domingo, 19 de febrero de 2012

De la involución

Nos encontramos con el tumulto apenas dejamos el Paseo. El frio aire con olor a pescado salía a recibirnos, y tras él, voces diferentes a las habituales en el puerto.
Un grupo de personas rodeaba el bulto inerte sobre el suelo. Pensé que era un regalo del mar y la curiosidad tiró de mí hacia allí, pero el Sr. Makado me frenó. Entonces lo vi. Se trataba de un estibador malherido, o quizás muerto, como resultado de las luchas que practicaban mientras esperaban la llegada de un buque. Durante años las habían ejercitado para mantener la fuerza física y la temperatura. La costumbre había calado tanto que se llegó a establecer un complejo sistema de normas que las regulaban, y entre los estibadores aparecieron grandes luchadores. Así fue durante mucho tiempo hasta que, sin saber por qué, fueron abandonando las reglas y permitiendo todo tipo de técnicas y artimañas para vencer. La crueldad fue en aumento y las apuestas también.
En voz alta me pregunté qué podía llevar a un hombre a enfrentarse a otro hasta ese punto, poner en riesgo su integridad física y mental, participar en un juego tan atroz…
-Durante dos siglos, en el periodo Edo, se mantuvo la paz en Japón -comenzó el Sr. Makado- Tras la erradicación del cristianismo, los samuráis extendieron los valores del bushido, como la lealtad, la honestidad y el honor, a toda la sociedad. Florecieron las artes y los estudios de las ciencias, alcanzándose el mayor nivel de bienestar para la población.
-¿Y? –le pregunté sólo con la mirada.
-Los samuráis colgaron sus katanas y continuaron la práctica con el shinai de bambú. No había sangre en los encuentros de iaido, ni amenaza que requiriese un entrenamiento más real. Pero entonces, todo cambió. Enemigos desconocidos, con armas invisibles, destruían las ciudades, y con ellas, los valores de un pueblo milenario. El hambre y la miseria se extendían por todo el territorio y el shogun promulgaba la vuelta a la marcialidad y la austeridad cultural. La literatura y las artes se censuraron, consideradas superfluas, y el miedo teñía, otra vez, de rojo el metal.
-¿Cree que los ciudadanos de Acoro estamos sufriendo un cambio de rumbo igual?- le pregunté para encontrar algún sentido a lo que decía.
Sus rasgados ojos me sonrieron.
-Mi querido amigo Josef. El ser humano no cambia de rumbo. Avanza o retrocede, pero siempre en la misma dirección.
Mientras me despedía del Sr. Makado, tras él se recortaba la silueta de una ciudad cada vez más parecida a la que me encontré la primera vez.

sábado, 24 de diciembre de 2011

La Cena

El cartel lo decía bien claro. No dejaba lugar a dudas. Los grupos debían constituirse con miembros cuyos intereses e inquietudes fueran dispares. Se trataba de que los participantes en las conversaciones se implicasen lo menos posible y éstas tendieran a la banalidad. De este modo se pretendía que la reunión discurriese de la manera más apacible, al no encontrarse argumentos contrarios sobre asuntos significativos para los presentes.
Como era de esperar, en las plazas de Acoro se formó un gran revuelo. Había quien, de buen grado, aceptaba la propuesta, pues de la trivialidad eran maestros. Otros, enojados, se quejaban de que hubiera un lugar en el que no se les permitiera defender con ahínco sus ideales. Algunos no tenían que esforzarse en la búsqueda de contertulios con motivaciones dispares, mientras otros dudaban y percibían la crítica y la amenaza en todas las miradas ajenas.
De este modo se fueron conformando los grupos para la cena, cuyo éxito dependería de la elección realizada y de la habilidad para sortear la inquina, real o no.

martes, 29 de noviembre de 2011

Prioridades (2)

Nada le preocupaba más a Seván Canella que la felicidad de su hijo. Estaba convencido de que para ello debía transmitirle los valores que él consideraba necesarios en un buen hombre. Por eso los viernes, cuando recibía el salario semanal, le daba a su hijo, Fillo Canella, tres monedas. Una para dulces de la confitería La Flor, otra para el coleccionable con las aventuras de Simbad que le guardaba el Sr. Makado, y otra para Perucho, quien esquivaría las embestidas del hambre durante ese día. De este modo creía fomentar en su hijo la generosidad y el amor por la lectura.
Cuando concluyeron las obras de la catedral de Acoro, el trabajo comenzó a escasear y Seván Canella sólo podía darle a su hijo dos monedas, por lo que éste evitó los encuentros con Perucho. Parecía que la mala suerte se cebaba con Seván, pues la construcción del puente del Barrio Viejo se paralizó por un fatídico accidente, por lo que, con mucho esfuerzo, continuó proporcionando la paga, pero reducida a una sola moneda.
No se sabe si fue la proximidad de la confitería o el poder de la glucosa, pero el chaval decidió cómo gastarse su capital y optó por no pasarse más por la librería, en cuyos estantes permanecían los coleccionables cubiertos de polvo.
Y de este modo fue como Fillo Canella se convirtió en un hombre egoísta, gordo y tonto.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Aguas rebeldes


En Acoro tenemos un puente sobre un cauce seco. ¡Vaya peculiaridad!, dirán ustedes. Seguro que no es la única localidad cuyas aguas han dejado de reflejar los acontecimientos cotidianos y de contarlos en la desembocadura de un mar enfermo.
Pero este caso es diferente. No fue la sed de una tierra castigada la que engulló con ansia el líquido. A no más de tres metros de la finalización del puente, discurre, oscuro y pesado, el caudal del Lumia: el río que nace en el monte Gorzu y serpentea por su ladera, cortando la ciudad en dos mitades tan diferentes como dos hermanos.
Fue el consistorio quien decidió la alteración de la trayectoria, como el profesor que corrige el cuaderno de un niño poco aplicado. Y quedó el hueco gris, y las piedras con formas de  caramelo, tristes y secas.
Con gran boato se celebró la obra de ingeniería que salvaba el adoptado rio. Pero éste, que mantenía el espíritu libre de los nacidos en la montaña, no tardó en recuperar su anterior camino, más largo pero libremente elegido, hacia el mar.
En Acoro tenemos un puente sobre un cauce seco, y a su lado un caudaloso rio sin puente, infranqueable. Y por las tardes hay quien se reclina sobre la baranda a esperar el agua y quien desde la orilla espera que se construya un puente que le facilite el paso.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Del esfuerzo

Cuando llegué a la cima del monte Gorzu y quise disfrutar la vista de la ciudad, Acoro ya no estaba allí.

lunes, 26 de septiembre de 2011

De la mentira.

En un principio nadie le dio importancia. Unas chinas, diminutos guijarros, travesuras de pequeños ociosos y consentidos. Los transeúntes se habían acostumbrado al impacto de las piedras cuando pasaban bajo el puente. Si miraban hacia arriba, se topaban con la perfecta sonrisa de los chicos que aplacaba la ira de los agredidos.
Los muchachos seguían creciendo y las piedras también, pero nadie quiso darse cuenta, no fueran a pensar que uno no podía resistir el impacto. En ocasiones te cruzabas con algún conocido que te mentía sobre la brecha de su cabeza: una caída, un armario rebelde, una pendencia tabernera…Entonces pasó él. Nadie le previno, nadie le recordó que su cabeza no estaba acostumbrada al contacto directo con el granito. El golpe fue brutal ya que al peso de la piedra se sumó la sorpresa, cuya masa, todos sabemos que es ingente. Durante meses se resintió e incluso ahora, pasados tres años, el vértigo y la incomprensión le abordan provocando mareos y jaquecas.
Estos días se ha hecho pública la sentencia. Se le ofrece una cuantiosa indemnización que deberán pagar el lanzador de la piedra y todos los que, habiendo recibido pedradas durante años, callaron, y con ello participaron en la agresión.

lunes, 4 de abril de 2011

Los catorce besos del príncipe Calaf.

El viejo profesor y el ateneo de Acoro comparten una agrietada fachada. El viejo profesor y el ateneo de Acoro comparten un traje que se deshilacha, que con pudor esconde los remiendos. Allí le encontré, en la sala azul, con un cigarro que temblaba entre sus retraídos labios. Componía sobre cuartillas arrugadas, con miedo a que la muerte le ganara la carrera, como a Puccini, antes de concluir su obra. Se había volcado en un proyecto ingente: ofrecer un final a Turandot acorde con los deseos de su autor. Estaba convencido de que la ópera necesitaba recuperar la coherencia y que los arreglos de Alfano no hacían justicia a los deseos del toscano.
Sus ancianas manos, que escribían con sorprendente rapidez, recreaban el jardín en el que la pareja compartía una desigual vejez. Ella le sujetaba como a un niño, y él, con la mirada perdida, respondía a sus pacientes preguntas. Una tras otra acertaba las tres respuestas, pero al preguntarle el nombre, Calaf dudaba, y por su boca salía el silencio. Turandot le musitaba entonces nadie duerma y con resignada pasión depositaba sobre su cuello, bajo la oreja, catorce besos. Como drogado por una extraña pócima, recobraba el aliento y contestaba: Calaf, yo soy Calaf, hijo de Timur. La escena se repitió todos los atardeceres hasta el día en que las doncellas llegaron sin Turandot. Entonces Calaf olvidó las tres respuestas y también quién era.
Con su trabajo y tras una nube de humo, dejé al viejo profesor. Y de vuelta a casa, pensaba en el poder que para la memoria, para recordar quién es uno mismo, pueden tener catorce besos.

sábado, 12 de febrero de 2011

De la preparación.

Recibí la noticia apenas pisé Acoro. Tras unos días en Boneau, donde la talasoterapia tomó prestadas mis penas, volvía al bullicio de la ciudad de los silencios.
Como si me esperara, la señora Banjac me abordó en la estación de autobuses y sus malas noticias se fundieron con el anuncio de la partida del coche a Santa Fe. Utilizó el mismo tono que el empleado de la estación, como si avisara del último viaje para un pasajero ya ausente:
-Ha muerto, tan joven como era. Claro que llevaba mucho tiempo mal; primero perdió la cabeza y luego…
Sentí cómo las algas con las que había templado mi cuerpo en el balneario, me envolvían de nuevo, frías y pútridas, dejando un hedor que me acompañaría mucho tiempo.
-Pensé que le habían comunicado la noticia –se excusó al ver mi reacción- no se habla de otra cosa en Acoro. Además se sabía que antes o después…
La señora Banjac tenía la facultad de de escoger siempre la forma más hiriente de comunicar noticias, y una vez más logró que me sintiera culpable por no haber previsto el fatal desenlace y marcharme de la ciudad. Antes de dejarme, con las obligaciones cumplidas, me golpeó en el pecho con uno de los tarros de confitura casera que me regala a menudo. Agarré las dos bolsas de viaje con la misma mano y tomé el frasco que se pegó a mis dedos. Durante el camino a casa sufrí el dolor de mi brazo que cargaba el equipaje y el de mi conciencia que soportaba la culpa.
Todos coincidían en que había perdido la razón, pero yo, tan próximo, no lo vi. Ni siquiera esa tarde, cuando me disponía a releer a Goethe, para lo que le había pedido algunos libros, y reparé en que una edición prestada era un original en alemán. Con la excusa de devolvérselo, aproveché para visitarlo y pasar la tarde.
-Pero si sabes que sólo conozco mi idioma y un poco de español –le dije, creyendo que había sido una confusión.
-Lo sé, Josef. Pero lo aprenderás ¿Verdad? Harás como yo y estudiarás su lengua. Dime que lo harás- me pedía mientras agarraba mi chaqueta.
-No tenía pensado ponerme, a estas alturas, a aprender otro idioma. Además, en la tienda del Sr. Makado puedo encontrar traducciones de todas las obras que quiera leer.
-¿Traducciones, Josef? ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo comprender el dolor del joven Werther? ¿Se pueden traducir las lágrimas que derramó? Yo he leído y releído con fruición todas sus obras originales, y después, encerrado en mi cuarto, he estudiado la lengua germana con el deseo de comprenderla alguna vez.
-Sería más fácil, querido amigo, que primero aprendieras alemán y luego disfrutaras de su literatura- le expuse un poco asombrado por el ímpetu de sus palabras.
-No- grito en mi cara, tan cerca que sentía su acelerada respiración sobre ella. Durante un momento mantuvo sus ojos clavados en los míos, expulsando un odio que me paralizó por completo.
Se retiró de mí y se dejó caer sobre la butaca, con la frente apoyada sobre las manos. No me atreví a romper el silencio.
-Perdona Josef, pero estoy tan cansado. Son tantas las ganas. Imagina cuando conozca el significado de todo lo leído, y esas señales, esos signos, esas palabras almacenadas, acomodadas y mimadas en mi cerebro, esperando que la lógica las ordene, tomen sentido. Cuando el ruido deje de chirriar cada noche y se convierta en música.
Me acerque despacio y coloqué mi mano sobre su hombro que se revolvió para quitarla.
-¡Que placer, Josef, cómo anhelo ese momento!- dijo mientras frotaba sus ya despeinados cabellos- Déjame, amigo. Debo seguir estudiando alemán.
- Llegará ese momento, amigo. No lo dudes- le consolé.
Semanas más tarde me encontré, a la salida del Noroeste, con Petra Weing, su profesora de alemán. Me contó, asombrada, sus increíbles progresos. No recordaba ningún alumno que avanzara de ese modo, pero le preocupaba su deterioro físico, paralelo, pero opuesto, a su aprendizaje. Asustado, volví a visitarle. Me recibió un hedor húmedo, pesado, que ocupaba su casa. Él se secaba la frente, blanca, sobre el diván de lectura. Había adelgazado varios kilos, y en su enjuto rostro sobresalía una sonrisa de satisfacción que se interrumpía por ataques de tos. La vida que se escapaba de su cuerpo parecía condensarse en su mirada, henchida de felicidad.
-Ya sé alemán, Josef. Ahora lo entiendo- dijo en un susurro.
Le agarré la mano, dibujada con venas, que no huyó esta vez.
Petra concluyó su trabajo un miércoles de abril. El jueves le encontraron bajo sus libros, con la misma sonrisa con que me despidió a mí.
Llegué a mi apartamento con la impresión de haber perdido el tiempo y el dinero con la visita a Boneau, porque el cuello me dolía ya más que antes de ir. Me sudaba la mano que soportaba el tarro de confitura y, apenas entré, me dirigí a la alacena para guardarlo. Allí, almacenados y acomodados, esperaban decenas de frascos que la señora Banjac me había ido dando. Nunca quise tirarlos, quizás un día llegue a gustarme la confitura de frutas. Y ese día…Ese día será maravilloso.

domingo, 16 de enero de 2011

43

Entré en el patio de estilo indiano que Dagus Vian posee en su casa de Acoro. Como no le había avisado de mi visita, no me extrañó su ausencia, ya que de todos es conocida su acalorada vida social desde que Elisabeta dejó el palacete. Las plantas que ayer regaban sus lágrimas, hoy abrazan las blancas columnas como si quisieran de ese modo expresar su dolor y escapar, rompiendo la vidriera, para ir en su busca.
Me recibió, como siempre, la blanca sonrisa de Wango. Azorado, parecía disculpar a Dagus por la vida en la que se encontraba inmerso: pasaba ya más tiempo en la Maison Bombay que en casa, la comida se pudría esperando en la mesa, y el alcohol tornó su exquisito vocabulario por soeces expresiones que, de madrugada, dirigía contra los capiteles que, a duras penas, soportaban el peso de la desgracia que se apoderaba de la casa.
Wango quiso entretener mi espera o matar su soledad, y con una recuperada alegría, me contó historias de su pueblo que evidenciaban la nostalgia y presagiaban la vuelta. De todas ellas, me gustó la referida a la costumbre de calcular el momento de madurez de un guerrero. Cuando el pie del joven medía el mismo número de semillas de gayua que cosechas habían pasado desde su nacimiento, alcanzaba su mayor madurez y potencial para afrontar los retos que la vida, en tan inhóspito paraje, le ofrecía.
Ignoro el valor antropológico de dicha experiencia, pero, cuando me marché sin haber visto a Dagus, y calculaba cuál sería esa edad mirando al suelo, reparé que la talla de mis botines recién estrenados, coincidía con la edad que ese mismo domingo cumplía.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Estados alterados de conciencia.

Ya no busco el delirio en el falso beso de las rojas amapolas. Ya huyo de su magia que me abrazaba con amor profesional, que se evaporaba en su humo gris, en un cruel adiós.
Ayer pasé por su puerta, la que ahora sólo se abre a rostros ocultos por sombreros cómplices. La Maison Bombay, otrora cuna de ideas y tendencias de Acoro, corazón de un cuerpo joven que guiaba su cerebro, hoy convalece con un cetrino aspecto que comparten sus coetáneos. Fue Rochard Bigot, el poeta de lo cotidiano, el genio inédito, el filósofo de los burdeles cuyo discurso impregna y humedece el terciopelo de sus estancias, quien la descubrió para mí. Allí pasamos muchas tardes alardeando de nuestra ignorante sabiduría, derrochando teorías que corrían cobardes al asomar la primera hipótesis, pero que en aquel efímero universo de inocencia considerábamos válidas. Tornábamos después al averno de nuestra insípida existencia y, a pesar de las intempestivas horas, yo cubría de frases decenas de hojas de papel a las que otorgaba total libertad para mezclarse, como una baraja de naipes dementes. De este modo, con el ansia de una despedida, aprovechaba los efectos de las musas orientales hasta que las palabras se hacían coherentes, hasta que la lógica me quitaba la pluma. Entonces, poseído por un pueril arrebato, garabateaba con furia el papel, rasgaba las hojas que incomprensiblemente se resistían a mis enojadas manos, y lanzaba contra la pared todo lo que, desde la mesa, parecía burlarse de mí. Lloraba. Lloraba sobre la madera limpia hasta que el sueño venía en mi defensa.
Ya no busco el delirio en vigilias forzadas, ya no me roban el sueño las palabras traviesas que juegan conmigo a deshora, que me obligan a bailar una pavana que no oigo. Fui yo el aprendiz de carpintero, el que construyó la jaula de barrotes que se repiten como un mantra, el que selecciona, al igual que el portero de la Maison Bombay, los pensamientos que salen y entran, ejerciendo el derecho de admisión en mi propia mente.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

La imaginación al poder (Ideas fáciles de niños listos)

Si algo tiene de estética la actual situación, es la imagen que presenta el Paseo de Acoro. En un soleado miércoles de otoño es posible recorrer la arteria principal de la ciudad sin sufrir las prisas de una jornada laboral, y relajarse en alguna de las numerosas terrazas que aún prolongan el estío. Con los ojos cerrados y el café ya frío, los ciudadanos de Acoro se dejan engañar por el sol, en una ciudad que sueña estar de vacaciones.
Así me encontré a Milos Szaver cuando recuperaba el tiempo perdido con su hijo, que correteaba alrededor de su mesa. Me invitó a sentarme y tras los saludos, me pareció que intentaba justificarse por la ociosa mañana al sol.
-A medias están todas. Se acabó el dinero y todo se paró –me contaba refiriéndose a las obras de la ciudad.
Su hijo, que con mi llegada quiso matar el aburrimiento, interrumpía a su padre, que le mandaba callar sin éxito.
-Si no hay dinero, que fabriquen más -aportaba el pequeño.
Milos me explicaba que no pudo pagar a sus trabajadores y sus proyectos se paralizaron como una fotografía. Obras abandonadas y edificios sin mantener, cuyas desconchadas fachadas transmitían la melancolía de una Venecia seca. Estructuras oxidadas y tornillos que la herrumbre mató vírgenes.
-Pues que trabajen más deprisa –la voz del niño sonaba siempre en un segundo plano.
-Con todo mi dolor, tuve que despedir a mis trabajadores y no pude atender los encargos con los que me había comprometido.
-Papá ¿y por qué no trabajan gratis para que tu puedas acabar las casas? –la frenética actividad del niño que golpeaba la mesa mientras interrumpía, estaba sacándome de quicio.
-Ahora, aquí me ves, esquivando las miradas de mis acreedores que vigilan desde la terraza de enfrente, y observando a mis deudores en el café contiguo.
Me hubiera gustado ofrecerle una solución, una idea que frenara su desidia, pero su inquieto retoño parecía más inspirado.
Cuando me marché aliviado por el silencio, pensé que Milos debería ser más cuidadoso con lo que dice su locuaz hijo. Es posible que alguien copie sus pueriles ideas y las aplique.

martes, 19 de octubre de 2010

O fado da resistença

Veo el humo y corro. Veo el alegre humo que juega con la brisa, que juega y pinta la palabra libertad, que juega y dibuja una sonrisa, que juega y escribe igualdad. Atravieso la ciudad entre los súbditos de Acoro que, impávidos, regresan del trabajo los unos, y de esperar los otros. La usual resignación de sus caras ha dejado paso a una inocente y frugal esperanza, alentada por el circo que hoy toca. Sí, aquí también nos echamos a las calles. Hace tres meses lo hicimos. Pan y circo, tú por el pan, yo por el circo.
Jadeante alcanzo la cima del monte Gorzu y, con un pie en la ciudad vecina, admiro cómo se repite la historia, cómo sus ciudadanos ansían escribirla, tomando la pluma, sin esperar que ésta se seque, como hicimos nosotros para escribir con pulso torpe. Por un momento me contagia la emoción, pero la pendiente me devuelve a Acoro y los vítores de un lado acallan las protestas del otro. Entonces me dejo caer, y sentado, miro mi ciudad que, en la oscuridad, devuelve destellos verdes por las ventanas de las casas.
Ya no puedo leerlo, pero el humo, a mis espaldas, con trazo firme, rasguea fraternidad.

domingo, 26 de septiembre de 2010

De la confianza

Busco el sueño reparador después del viaje, pero el insomnio se hace cómplice de un cruel cansancio que me inmoviliza en la cama con una presa de lucha oriental. El recuerdo de la voz del anciano se acompasa con mis sienes que palpitan aceleradamente y revivo el trayecto que me devuelve sus curvas y baches. Entonces pienso en ellos, esos pobres canopes aplastados en el asfalto y que, por alguna extraña razón que no logro alcanzar, el conductor no evita. Y me pregunto por qué no huyen al ver el auto, cómo su elevada inteligencia y desarrollado instinto no les avisan del peligro vital, y quedan fosilizados en una obscena lección de filogenia. Durante el resto de la noche, me dejo mecer por la duda y decido recurrir a Tilos Adsford para que acabe con ella.
A pesar del sueño, madrugo. Mientras espero en la antesala de su despacho, en el Museo de Ciencias Naturales, bajo los escrutadores ojos de un Darwin que me recuerda al anciano del coche, invento motivos que justifiquen mi visita, pues hace tiempo que no nos vemos. El enérgico abrazo con el me que me recibe, espanta mis miedos. Tras las preguntas protocolarias, se extiende sobre los últimos estudios paleontológicos en los que se encuentra inmerso, y yo escucho con atención. No me resulta difícil aprovechar la conversación para disipar mis dudas y planteo la pregunta. Como buen profesor, no me deja sin respuesta, pero sus pupilas se alían conmigo:
-Los canopes han acompañado al ser humano a lo largo de la historia, lo que, unido a su gran inteligencia innata, les ha facilitado una casi perfecta socialización y compresión de nuestro comportamiento. Probablemente, no pueden sospechar que el vehículo, lleno de personas, vaya a hacerles daño. No creo que sea un problema de ignorancia, Josef, sino más bien, de exceso de confianza- sus pupilas respiraron aliviadas, satisfechas por el discurso.
No quiero ofender su reputación, simulo un convencimiento que se derrama entre los dos, por el suelo, y cambio de tema, buscando la despedida.
Decepcionado y resignado me dirijo a casa, mientras la imagen de mi propio cuerpo estampado sobre la carretera, me roba la razón. Y en ése momento, como un improbable canope listo, me aborda la enferma desconfianza en la gente que hacia mí camina por las calles de Acoro.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Reentré

Desde la parte de atrás, donde no ha querido sentarse nadie, el viejo recita rimas facilonas, y su grave voz se confunde con los estertores de un motor que agoniza en la sinuosa carretera. A pesar del aún sofocante calor, va exageradamente abrigado, como si, a falta de maleta, llevara el equipaje puesto. La humedad ha atrapado los olores de sudor, vino y desesperanza en los tejidos, y el calor evapora la mezcla, de la que huyen los demás viajeros.
Hace rato que escucho su profana poesía, que por caprichosa coincidencia, relaciono con los acontecimientos vividos el último año. Me defiendo con mi natural escepticismo, pero, inexplicablemente, la casualidad me turba. Me giro, y la vieja cara me ofrece una joven sonrisa de barba cana. Disimulo. Cierro los ojos dispuesto a dormir el resto del trayecto pero mi cabeza soporta el traqueteo contra el cristal y el mantra del viejo que no calla. Se me revuelven los recuerdos y se altera la historia, en una mixtura imposible de almas y eventos, y me veo hablando con personas que no están, y me veo callado con personas que sí están. Entonces el reflejo del cristal devuelve mi imagen que pide que se calle, y la carretera, compasiva, me regala un tramo recto al que acompaña el canto del conductor anunciando la llegada.
Cuando me levanto, ya no queda nadie en el coche, ni siquiera el viejo al que no veo, como al resto, abrazar a la familia que espera. Desde lo alto de las escalerillas que me provocan un injustificado vértigo, veo la misma ciudad que recorreré, con las mismas o distintas ropas, con las mismas o distintas compañías, para vivir las mismas o distintas vidas. Inspiro y temo que mis piernas sucumban a la metálica gravedad, pero una vez más me sorprende la fortaleza, ésa que me empuja hacia los objetivos planteados, y que, como por una benévola conjunción de fuerzas ajenas, logro.
Bajo. Primero uno y luego otro, mis pies pisan Acoro.

sábado, 14 de agosto de 2010

De la rentabilidad

La señora Bony estaba enojadísima. Los clientes de su pensión tendrían que renunciar a los exquisitos postres con los que ella concluía sus adorables menús caseros.
La pensión “La Bony”, probablemente la más limpia de la ciudad de Acoro, se encuentra en el barrio de Los Filántropos, y en ella se pueden recordar sabores que transportan a momentos pasados. Ignoro si son las características del pequeño comedor o el modo en que sus veloces manos manipulan los alimentos, pero el aroma que se respira en ese lugar posee un efecto sedante que apacigua todo tipo de apetitos. Se jacta de preparar los platos sólo con alimentos recogidos de la huerta o la lonja, y de conocer todos los secretos de la cocina tradicional, pero admite que la repostería no se cuenta entre sus habilidades. Sostiene que hubiera aprendido de no ser por la presencia, hasta hace poco, de la confitería “La Flor” en la parte trasera del mismo edificio, en la Plaza de las Penas.
La fachada de esta confitería, que maquiavélicamente estaba pintada color cacao y adornada con elementos plateados, recordaba a una enorme tableta de chocolate, cuyas cuadradas ventanas semejaban onzas que algunos niños eran incapaces de no babear. Siempre había ofrecido una variedad de surtido que hacía imposible no sucumbir a la tentación, pero, en los últimos años, los propietarios decidieron suprimir los pasteles con menos salida. De este modo, decían ajustarse a los gustos de la mayoría y reducir costes sin arriesgarse a probar nuevas fórmulas. La oferta disminuyó de tal manera que dejó de ser atractiva para las personas que por allí pasaban y los niños ya no ensuciaban los cristales. A medida que disminuían los ingresos por la falta de clientes, los propietarios reducían gastos suprimiendo los dulces con menos aceptación, hasta el momento que sólo quedó uno, al que llamaron como el negocio: La Flor. La gente se acercaba a la confitería sabiendo lo que allí le esperaba y cuando llegó el otoño, como helada por una temprana escarcha, la flor se marchitó, y los dueños cerraron el negocio heredado de varias generaciones.
Me lo contaba mientras servía la desproporcionada ración sobre mi plato –yo le voy a poner color a esa delgada cara, Sr. Manwell- y deseaba que tras la comida, saboreara sus, recién aprendidas, dulces recetas.

viernes, 13 de agosto de 2010

Haiku de Verano

Negra ceniza
que aún no esconde
el rojo fuego

sábado, 31 de julio de 2010

Cuando Pigmalión conoció a Sísifo

Es la fiesta pagana más celebrada en Acoro. Una tradición ancestral que se comparte con Santa Fe, y cuyo origen se pierde en la memoria de ambas ciudades. Nadie sabe quién fue el primero que decidió, llevado por el miedo o la envidia, colocar una piedra tras otra a modo de frontera que crece y aleja ambos lados. Pero el muro comenzó a elevarse ocultando el poderío de los vecinos y protegiendo de sus posibles ataques. Con sus aportaciones anónimas, cada habitante colabora en la construcción de la muralla, hasta el día en que las autoridades locales consideran que la altura y grosor preserva los derechos y valores de su cultura. En ése momento, que no responde a una fecha determinada, sino a la finalización de la gran obra, se suceden las fastuosas celebraciones a lo largo de una semana.

Tras la resaca, un melancólico estremecimiento de soledad se apodera de los vecinos, que se sienten sitiados, por lo que, poco a poco, van deshaciendo el muro hasta que la imagen de Santa Fe recorta el horizonte como una puerta abierta al resto del mundo.

En ese momento, la otra ciudad, que ve con desconfianza la caída del muro, se afana en levantar el suyo, que promete ser más alto y resistente.

Ayer, el viento traía en forma de música, la alegría de Santa Fe por la finalización de su monumental coraza, pero hoy, paseando por el monte Gorzu, se apreciaban ya, los huecos de las piedras que han comenzado a retirar.

viernes, 23 de julio de 2010

Del deseo

En numerosos artículos me habrán oído hablar del Noroeste. Se trata del café y restaurante que alimenta mi cuerpo y nutre mi espíritu. Es uno de los locales del Barrio Viejo que ha resistido el paso del tiempo sin cambiar de negocio. Tiene la entrada por la estrecha calle de La Luna y su acristalada fachada principal da al Paseo de Acoro, lo que permite, si tienes la suerte de colocarte en una de las mesas próximas a la ventana, compartir las pulsiones de la ciudad. Una estructura de metal oxidado soporta letras de madera que un día rezaban su nombre, y en la esquina, visible desde las dos calles, una rosa de los vientos señala hacia arriba y a la izquierda. El conjunto de tonos sepia parece sacado de una vieja fotografía.

Al atravesar su puerta, el olor a café que sutilmente invitaba a los viandantes, ahora se vuelve exigente, y como si cambiara de humor, te obliga a consumirlo y saborear placenteramente el alma de tierras lejanas. Llama la atención el suelo blanco y negro, que como un tablero de ajedrez que se pliega, continúa por la pared hasta un metro aproximadamente, donde un pasamanos, que rodea la estancia, ha perdido el brillo como las joyas de un chamarilero.

Al fondo, tras la barra, en el punto de fuga de una perspectiva divina, atiende Sarita. Son sus ojos verdes la única luz de color de la escena y su piel oliva compite con los dorados que adornan el mostrador. La continua sonrisa que sostiene su boca parece acariciar el aire con sus oscuros labios, en un eterno baile de besos perdidos.

Un casi imperceptible movimiento de sus pestañas me indica que hay sitio en la planta superior, espacio reservado para las comidas, pero que a los habituales nos ceden cuando se sobrepasa el aforo. Desde ese lugar, elevado y también acristalado, la vista del Paseo es privilegiada, furtiva.

Desde hace semanas les observo, siempre a la misma hora. Tras leer las primeras noticias en el Comercial Acorense sobre las heridas de la enferma ciudad, levanto la vista y aparecen. Cada uno por su lado, suben a destiempo al primer piso de la casa de enfrente.

Los dos están nerviosos, cada uno a su manera, y en el centro de la habitación, frente a frente se detienen. Ella retira la mirada que él no persigue, y se deja abrazar por unos brazos que no la tocan, como un chaman que impone mágicamente las manos. Inspira con la fuerza de un agujero negro que absorbe la galaxia de la habitación, y él se deja ir, aproximándose al límite; y se le escapan las manos blancas y gélidas como en una mañana de enero, y quedan inertes junto a su cintura. Él coloca las suyas a la altura de sus pechos que se elevan, mirando los desenfocados y amenazantes dedos. Entonces ella deja caer su cabeza hacia atrás, ofreciendo el cuello que palpita, que soporta la presión de una sangre arrolladora, sintiendo el aliento que se ha mantenido fresco, en la última caverna de su cuerpo, para este momento. La boca de la joven se abre y se acopla, sin tocarse, a la de él, en una eficaz sinapsis de pasión, en un beso seco que amenaza ser eterno y que los deja exhaustos, por el isométrico espectáculo de amor mímico.

Caen sus brazos lacios y los cuerpos parecen encoger, vaciados. Entonces, como han venido, se marchan. Primero uno y luego otro, en direcciones opuestas. Durante un rato les acompaño con la mirada, intentando adivinar su destino, hasta que mi cabeza pega con el cristal y se alejan por un ángulo imposible.

Me sorprende la voz de Sarita que me ofrece otro café. Y yo no sé qué contestar, ni qué hacer. Sólo puedo mirar los labios de los mil besos que se mueven al hablar en la cara de la camarera.

martes, 13 de julio de 2010

Carnaval

Miro el carnaval desde mi ventana y pregunto a mis pies por qué no siguen al gentío que baila por las calles, en un éxtasis colectivo.
En otras ventanas busco quien sufra el mismo mal. Quien, como yo, permanezca inmune a la alegría, incapaz de contagiarse de esta felicidad ajena. No hay nadie. Todos celebran la fiesta cada vez menos pagana. Bajo un sol abrasador se desplaza la ameba popular que fagocita lo que encuentra en su camino.
Cuidado. Un viandante me observa y avisa a los que tiene al lado. Veo cómo señalan mi ventana y me escondo tras la pared. Asustado vuelvo a asomarme pero ellos ya corren calle abajo entre empujones. De pronto, un estruendo me sobresalta. Al principio de la calle aparece la carroza principal. Como un tótem perfectamente esférico, es empujada por las autoridades locales de Acoro, y en su despiadado paso aplasta a los que, aun viéndola venir, no se apartan. Entonces la pirotecnia acalla el sonido de los cerebros que estallan bajo la carroza y la sangre tiñe de rojo las ropas de la gente.
Cuando me retiro, un ligero temblor tras las cortinas de la casa de enfrente despierta mi esperanza. Pero no. Es el viento. Sólo un viento fresco que se levanta a última hora.

jueves, 8 de julio de 2010

Sócrates

Cuando bajé, ellos ya me esperaban en el portal. Al lado del señor Roshental, con una media sonrisa que buscaba revancha, Sócrates observaba cómo yo acudía a otro de nuestros maitines inusualmente jovial.

-Buenos días Sr. Roshental. Sócrates ¿cómo estás?

-Que disfruten del paseo, señores- dijo Roshental mientras volvía a sus quehaceres cotidianos.

Sócrates no había contestado, y antes de que llegara a su altura, ya caminaba por la acera sin esperarme.

-Sócrates, espera. No te enfades- No le gusta que le llame por ése nombre, pero yo tengo la impresión de que se ajusta mucho más a su personalidad que el suyo.

Durante un largo trecho caminamos sin sacar ningún tema, como esperando que el otro mostrara las armas que había preparado durante la noche. El día anterior, la conversación quedó en tablas, y yo, como seguro que él también, había elaborado argumentos nuevos.

-Vale, vale -consentí al fin- Olvídate de Kierkegaard y de los pobres franceses a los que culpas de mi perpetua melancolía. Pero tendrás que admitir que aunque los dos paseamos por el mismo trayecto, de él extraemos distintas sensaciones, y las emociones que experimentamos también son distintas, y condicionan nuestra forma de actuar. ¿O me quieres decir que los dos hemos sentido lo mismo al cruzarnos con esa joven?

La suavización de mis argumentos le animó en cierta manera y admitió determinados aspectos de la subjetividad humana que ayer negaba categóricamente. Después se internó en el parque y yo le esperé sujetando las dudas con las dos manos. Cuando regresó deshicimos el camino parando cada poco para explayarnos en aclaraciones y ejemplos que enriquecían nuestra conversación. La acalorada discusión del día anterior, había dado paso a esta fructífera mañana en la que conseguimos acercar nuestras posiciones. Las ideas aportadas por uno y otro tejían una alfombra epistemológica que nos condujo a casa.

Me despedí de él frotándole los rubios cabellos, y como un niño tímido, se revolvió azorado. El Sr. Roshental se quedó con él, y yo, satisfecho, subí a descansar a mi apartamento.

Cierto escritor dijo una vez que el hombre más inteligente que había conocido, no sabía leer ni escribir. Como él, también puedo decir que el hombre más inteligente que conozco, tampoco sabe ni leer ni escribir, además, ni tan siquiera es un hombre. Es un Labrador Retriever.

martes, 6 de julio de 2010

Kokoro

Caminaba por la calle Mercadería y un inesperado tumulto me obligó a detenerme antes de llegar a la plaza. Como infartada por un trombo de curiosidad, la vía se taponó, y la muchedumbre, de puntillas y con el cuello estirado, buscaba el motivo de aquella aglomeración. La desgracia quiso que el abultado peinado que impedía mi visión, perteneciera a la señora Banjac, que enojada como siempre, intentaba hacerse hueco ensartando a los molestos viandantes con su abanico.
-¡Señor Manwell! –gritó entusiasmada cuando me disponía a huir- acompáñeme, haga el favor. Mi esposo es incapaz de hacerme llegar a la plaza.
Me agarró del brazo y tiró de mí sin dejarme saludar a su marido, que con abochornada resignación, me animaba a seguirla con un gesto de manos. A medida que avanzábamos entre la masa, ésta se espesaba como cuajada por el calor, y el ímpetu de la señora Banjac crecía como el de un luchador que ve tambalearse a su contrincante. Al llegar a primera fila, la plaza de la Sagrada Familia se nos ofrecía desierta, pero las calles que allí confluían, sufrían el mismo fenómeno que Mercadería. La calle Día era la que presentaba un aspecto más preocupante: una descolorida joven se dejaba mecer inconsciente por la irregular marea, mientras otros, los mejor dotados, alcanzaban una posición más elevada subiéndose sobre los cuerpos inertes.
Traté de colocarme la ropa y el pelo después del agitado trayecto, pensando que continuaríamos hasta el centro de la plaza. Pero allí, donde los adoquines pierden su linealidad y optan por colocarse en circunferencias concéntricas, la señora Banjac se paró. Como contagiada por un pánico colectivo, todo el furor se ahogó como la joven a la que ya no veía, y su esfuerzo, ahora, consistía en mantener en su sitio a las personas que empujaban por detrás.
Sentía como los gritos humedecían mi nuca, y un irreconocible Maloy olvidaba que era cliente suyo y me increpaba con el Comercial Acorense, enrollado a modo de estoque. Mi cabeza chirriaba como si las ideas pisaran azúcar derramado sobre el suelo de mi cerebro, e impávido, observaba cómo las uñas encarnadas de mi acompañante se clavaban en mi insensible antebrazo.
Un súbito silencio asfixió la plaza como si una campana invisible se posara sobre ella, y pude ver a Perucho, ajeno a todo lo que allí ocurría, dirigirse con sus renqueantes pasos al banco que habitualmente le servía de morada. Parecía un pobre animal por miles de ojos observado, en una jaula redonda de barrotes imaginados. Temeroso por su integridad, esperé la reacción de los presentes, pero como si alguien hubiera calentado la cera que sellaba las calles, la gente comenzó a fluir, maldiciéndole por el incidente que había provocado.
Agradecida por mi supuesta ayuda, la señora Banjac quería invitarme a toda costa, y, a voces, llamaba a su marido, que con dificultad llegó hasta nosotros. Me excusé diciendo que tenía una cita, y aunque no convencida, se despidió de mí agitando la mano y obligando a su marido a imitarla.
Cuando llegué a su banco, Perucho aún soportaba los insultos que le tiznaban de culpa, y contestaba con una incrédula sonrisa, sorprendido por la atención que se le prestaba esa mañana. Le invité a que tomáramos un vino en el Noroeste, favor que fue agradeciéndome de antemano por el camino, mientras me contaba que le gustaría ser más inteligente para devolver los favores que le hacían.



lunes, 21 de junio de 2010

De la Libertad

Llegó encantado, y así me lo relataba en el Noroeste, con una excitación que le apremiaba a volver:

-Es un gran pueblo. No se trata sólo de su desarrollo tecnológico, muy superior al nuestro. Es el lugar en el que todo hombre, independientemente de su condición, puede llegar a lo más alto. Es el pueblo de las oportunidades, de la Libertad. Fíjate, sus mandatarios no interfieren ninguna iniciativa individual, y con ilusión y trabajo, puedes materializar todos tus sueños. ¡Están tan orgullosos de su sociedad! Y no es para menos, en sus pocos años de historia, han llegado a cotas impensables para otros pueblos mucho más antiguos. Allí, el individuo es lo que importa, por eso se busca su total autonomía y autosuficiencia. Te enseñan a valerte por ti mismo desde que naces. Tú decides el destino que quieres vivir, eliges la escuela que te forme, el médico que te cure… Y por trabajo, por trabajo no hay ningún problema, porque, aunque no concluyas los estudios elementales, sus fuerzas armadas, las más poderosas y activas, siempre tienen un puesto para ti. Es El Dorado, amigo. Cualquiera que se lo proponga, puede llegar a ser su mandatario o multimillonario, o incluso las dos cosas. Tanto valoran la Libertad, que a la entrada del pueblo han colocado un magnífico monumento en su honor, que te saluda cuando llegas y vigila que los derechos de los ciudadanos se mantengan hasta su muerte. Y es así, literalmente, porque el otro día, a un preso condenado a la pena capital, le ofrecieron un amplio abanico de formas de morir, y él, libremente, eligió hacerlo fusilado. ¡Qué pueblo, Josef, que desarrollo!

Continuó hablando durante un buen rato y unas ideas atropellaban a las otras, creando una confusión tal, que me hizo entender que allí respetan tus derechos hasta en el momento de arrebatarte el más elemental de ellos. Renuncié a que me lo repitiera y supuse que le había oído mal.

sábado, 19 de junio de 2010

Memorial

Dice Darbón que no es nada. La tensión que sucumbe a este traicionero clima. Ayer, poco antes de la una, la ceguera blanca me sobrevino a la salida del Noroeste. Habíamos estado discutiendo sobre el elefante, que tras años de duro viaje, llegaba a su destino para descansar eternamente. Era una situación esperada –aún la semana pasada se lo anunciaba a Ricardo- pero una melancólica soledad se apoderó de nosotros al oír la noticia.
Aire fresco y ejercicio -me aconsejaba el viejo galeno- y yo prometía cumplirlo, pero mentía. Al llegar a mi apartamento, el espejo devolvía, distorsionada y aberrante, sólo mi irreconocible imagen, que parecía mecerse en el mar, a la deriva, como una pesada roca.
Soy un hombre sin doctrina, sin ídolos ni dioses, que construye su propia existencia con antiguas herramientas recuperadas de extinguidos oficios. Pero, en ocasiones, si me fijo bien, en ella veo diseños ajenos que inconscientemente plagio, como un evangelio elaborado con aportaciones anónimas, que ahora quedan huérfanas.
Cierro las contraventanas de mi caverna y me alejo de Acoro. Tras el duelo espero que vuelva la lucidez.

miércoles, 16 de junio de 2010

El inconveniente de ser un wakizashi

Compro mis libros en la librería Letras de Ultramar, pero cuando quiero huir del corsé del clasicismo, visito el pequeño establecimiento del señor Makado. Yoshino Makado regenta una tienda menuda como él, en la que se pueden encontrar obras de irreconocido valor. La otra mañana, cuando me dirigía a por las bayas de Goji, y aprovechando que su establecimiento se encuentra próximo al mercado, me acerqué hasta allí con la ilusión de un arqueólogo literario.

El Sr. Makado colocaba libros sobre una austera estantería con la delicadeza de un artista de ikebana. Sin decir nada, permanecí tras él, observando cómo esos pequeños dedos se desplazaban suavemente sobre las tapas sin dejar rastro alguno de su manipulación. Tal era el respeto que sentía por las palabras allí guardadas, que parecía inclinarse ante ellas cada vez que ubicaba en su sitio una de las obras.

En el centro del alabeado estante, a modo de intimidatorio altar y expuestas de mayor a menor en sentido descendente, se podían ver tres armas japonesas.

-Puedes tocarlas, si quieres –me dijo sin darse la vuelta. Extrañado porque supiera lo que yo miraba, agarré la mayor de ellas y la desenvainé ligeramente.

-Ahora tendrás que atacarme. Un samurái sólo desenvaina su espada para atacar.

Sorprendido y casi alarmado, introduje rápidamente la espada y la coloqué en su sitio. Al oír sus carcajadas me di cuenta de lo ridículo de mi actitud.

-No se preocupe Sr. Manwell. Usted no es un samurái ¿verdad?

-No, desde luego –asentí riendo también.

-¿Son sus katanas? –pregunté en un alarde de conocimiento oriental.

-Katana sólo es la mayor. La espada que todo samurái elige después de que ella le elija a él.

Estaba acostumbrado a ese tipo de frases del Sr. Makado, de las que no daba explicación y sobre las que luego meditaba en mi apartamento.

-La pequeña, no es una espada, es un tanto. Es un arma corta, más sencilla que las otras dos, que ha pasado a emplearse para ceremoniales como el del té. –No es habitual que el Sr. Makado se extienda en sus explicaciones, pero esta vez parecía motivado.

-¿Y la mediana? –pregunté con la intención de concluir la clase de cultura japonesa.

-La mediana es un wakizashi, menos arrogante que una Katana, pero más poderosa, ya que permite blandirse con una o dos manos, en el exterior o en el interior de las casas. Por otro lado, es tan manejable como un tanto, pero mucho más versátil en sus ataques. Así, mientras que las katanas representan la estirpe del guerrero sobre el tokohama de las casas, y el tanto decora el obi de sedosos kimonos, el wakizashi, se mantiene fiel al Bushido.

El Sr. Makado percibió mi asombrado rostro tras la retahíla nipona, y la risa ocultó de nuevo sus rasgados ojos. Me sentía incapaz de recordar todos los exóticos nombres, y así se lo comuniqué.

-Bueno, me parece interesante, pero quizás sea más sencillo recordar un solo nombre y referirse a las demás por su tamaño.

-Es cierto. Es más sencillo, pero entonces yo dejaría de ser Yoshino Makado y me convertiría en un pequeño japonés.

Cuando abandoné el barrio de los Filántropos, los nombres se disponían en mi cabeza como las armas en su soporte, y al mirar la bolsa de bayas, como un memorioso Funes, bautizaba a cada una de ellas.

jueves, 3 de junio de 2010

Visita

Vino la primavera a Acoro en el último coche de la tarde. Vino la primavera cuando ya nadie la esperaba. Y bajó las escaleras, y buscó las miradas, y no encontró ojos que la recibieran. Se colocó el jardín marchito de sus ropas y secó su cara, arrastrando los afeites, descubriendo su también marchito rostro.

Se alegró de verme, solo en la calle, y me dio dos besos que estallaron en mi cara como dos huevos contra una fachada. No soltó mi brazo el resto de la tarde, pero con la mirada buscaba otras compañías, otros pretendientes que no existían. Ajena a mis deliberaciones, asentía, y ya en la plaza, quiso sentarse. Sequé sus lágrimas que se convirtieron en acuarela y entre sollozos me confesó que ya jamás vendría.

La acompañé hasta la pensión, y el aire, a través de los callejones, nos traía la algarabía de la muchedumbre vitoreando al verano. Quise tapar el sonido con banales comentarios, pero fue inútil.

Dice la señora Bony que se marchó muy pronto y no pude despedirme. Al volver por el Paseo, el Sol ejercía su despótico reinado, y cuando con el pañuelo sequé el sudor de mi frente, en ella pinté su añoranza.

lunes, 24 de mayo de 2010

Correr


Fue la primera vez que le vi, pero me habían hablado mucho de él. Con su bigote de época y la estrafalaria indumentaria a rayas, recorría la playa antes de que los turistas de provincia tomaran sus baños de sol. Parecía fugado de un frasco de reconstituyente, y su forma de correr, elevando exageradamente las rodillas y los codos, acrecentaba esa imagen. En ocasiones, algunos niños, con una hoja sobre la boca a modo de bigote, le seguían durante un trecho, imitando sus zancadas.
Esa mañana, cuando pasó a mi lado, un inusual impulso me obligó a dirigirme al extraño:
-Perdone, ¿por qué corre? –La espontánea pregunta nos sorprendió a los dos.
Ni paró, ni contestó. Siguió corriendo con la cabeza vuelta hacia mí hasta que su rostro se fue difuminando en la distancia. Entonces, como vencido por mi insistente mirada, se agachó y comenzó a escribir sobre la arena. Cuando hubo terminado reanudó su marcha sin volver la vista atrás.
Esperé a que se alejara, y cuando su silueta se fundió con el cabo de Zénik, me acerqué al lugar en el que me esperaban las palabras. Con cuidado de no pisarlas, leí:
Correr por correr, por aprehender la vida antes de que se nos ofrezca, como un ejercicio altruista o por un placer egoísta, divagar en movimiento, salir sin desear llegar y sufrir por no parar. Correr porque sí, porque estás vivo, y corriendo, al mundo lo gritas.

domingo, 23 de mayo de 2010

Los placeres y los días

Hoy hace un mes. Lo recuerdo muy bien porque el día tenía el mismo número de doses. En ese momento, como si la vida se plegase sobre sí misma, comencé a dormir tantas horas de siesta como de noche. Empezó como un premio, un regalo que me hacía tras la insípida comida, un dulce postre que ignoraba el café. Ligeramente reclinado me protegía del frío con una fina manta de lana y tras quince minutos de lectura que me transportaban a la Rusia de los zares, con resignación me retiraba los lentes y los dejaba sobre la mesa contigua. Caía entonces en un profundo sueño imposible a otras horas.

Al cabo de media hora despertaba, y sin moverme, dirigía mis ojos al reloj de pared. Sólo entonces cerraba la boca y tragaba, como de vuelta de un viaje, inerte. Comprobé con agrado que mi despertar sorprendía a las agujas, cada vez más lejos, circunstancia que achaqué al insomnio nocturno, y que, ignorando las recomendaciones de la señora Banjac, compensaba con estos descansos. Confiaba más en las pautas de Darbón que primaba la necesidad de conciliar el sueño, fuera a la hora que fuese. Así pues, como un balancín que se vence lentamente hacia un lado, la siesta crecía en proporción al modo en que menguaba la noche, y me escapaba, como vampiro, de la luz, y con ello, de la compañía.

Tornó mi vida de dirección, transportada en un tren solitario que se cruzaba, a la salida del túnel, con otro repleto, e ignoraba lo que ocurría en otras vías. Otro mundo, opuesto pero complementario, se me ofrecía, y en él, lo intentaría de nuevo.

Hacía ya tiempo que no utilizaba la cama por las noches. El diván de lectura la sustituyó por ineficaz, pero hoy he pensado en perdonarla y volver a ella. Eso sí, de día.

sábado, 15 de mayo de 2010

De lo convencional

Me aburren los juegos de cartas, y por ello, en espera de que la fortuna me visitara, escuchaba indiscretamente los argumentos que, en la mesa contigua, los seis marineros exponían sobre la detención de su patrón.
El cabo de Zénik delimita las aguas que Acoro comparte con Santa Fe, y desde hace años, una tupida cortina tejida con resentimiento e intransigencia, prohíbe el paso de las naves de uno a otro lado. El capitán Gaspar se encontraba apresado por invadir esas aguas, en su intento por salvar a los marinos del Mártires del Mar, que abandonaban su pecio, varado sobre las traicioneras rocas. Los cargos no dejaban lugar a dudas, sobrepasar el cabo de Zénik le suponía la expulsión de su carrera marítima, inhabilitándole para capitanear nave alguna.
Uno de los curtidos marineros justificaba la sentencia y opinaba que nunca debía haberlo hecho, conociendo el castigo. El de su derecha le apoyaba, pues era una acción contraria a los intereses de Santa Fe. A ellos se unía un tercero que se preguntaba cómo se sentirían en la ciudad vecina, después de este acto. Y un cuarto, alegando que la ley es la ley, y que conocida por todos, debe cumplirse, arropaba la opinión de sus compañeros. Un quinto se cuestionaba qué hubiera sido de los náufragos si Gaspar no hubiera actuado de ese modo. Y el sexto, como si obviara lo expuesto por todos y les sobrevolara, se congratulaba de que sus colegas estuvieran vivos, compartiendo la decisión tomada por el capitán.
Al recorrer sus rostros por orden de intervención, creí percibir una secuencia lógica de desarrollo humano que no siempre se logra concluir. Ése día todos perdimos la partida.

sábado, 8 de mayo de 2010

De cráneos vacíos.

La música de Josephine Baker ahoga la conversación que los dos caballeros mantienen al fondo del Café. Sarita, ociosa por la falta de clientes, se contonea al son del jazz en un estéril derroche de sensualidad. Los dos hombres discuten sobre el futuro de los sin futuro, una decisión que afecta a todos los habitantes de Acoro, y en la que no logran ponerse de acuerdo.
El lamentable estado del cementerio municipal provoca la acumulación de cuerpos en improvisadas morgues y las dos fuerzas políticas discrepan en la solución a aplicar. Los liberales proponen la ampliación y reforma del camposanto, mientras que los conservadores prefieren su destrucción y cambio total en cuanto a ubicación, estructura y gestión.
Todos los ciudadanos son conscientes de la perentoria necesidad de consenso, pero los políticos se muestran incapaces de alcanzarlo. Los liberales apelan a la flexibilidad, renunciando a retirar los símbolos religiosos de las instalaciones municipales y modificando el tiempo de derecho a uso de sepultura, pero los conservadores, insatisfechos con las reformas, abogan por un cambio radical.
Sarita, aburrida, ha quitado la música, y los dos hombres, con los brazos cruzados, se dejan caer sobre el respaldo de sus sillas.
Mientras, en la morgue, se acumulan los cráneos vacíos.

miércoles, 5 de mayo de 2010

El francés

Todo comenzó como una excusa, un alegato de un fonema rebelde, una dislalia con traje elegante. Como de broma, un día dijo que era francés.
Oí las voces desde la puerta del Noroeste con su inconfundible frenillo. Estaba realmente enojado por una carta de vinos sin Chardonnay y, cual histrión que busca el papel de su vida, se llevaba las manos a la cabeza, preguntandose cómo era posible que en Acoro no se pudieran saborear caldos franceses. En otra ocasión le encontré en el almacén del Sr. Makado en busca de láminas impresionistas, y durante una hora, disertó sobre la analogía de las pinceladas de Monet con los habitantes de la ciudad, que sin tocarse, forman parte de un lienzo urbano que se ve desde las alturas. Cuando conseguí hacerle ver que compartía sus teorías, se despidió de mí con un apretón de manos que me transmitió el olor a Camembert que, sin duda, desprendía el paquete que estrujaba mientras hablaba.
Todo en él se fue afrancesando y ya casi nadie dudaba de su origen galo. El nuevo puente, que bebía de Eiffel, el Barrio Viejo que evocaba a Saint Germaine, y Sarita, con su pelo nouveau, a la que agasajaba con flores del mal, configuraban su escenario cotidiano.
Traté de hablar con él, pero la comunicación se tornaba complicada porque su idioma mutó a expresiones guturales cargadas de tópicos. Le dije que no era preciso, que contaba con el cariño de todos, que le queríamos como era… Pero con resignación, y casi compadeciéndose de mí, expuso que nadie controlaría su existencia, que sólo él vencería el desasosiego, y que nuestras buenas intenciones no podían ayudarle, pues no éramos más que elementos de su propia creación.
Bernard murió antes de que la primavera secara sus lágrimas. Lo encontraron en su finca del monte Gorzu, de la que ya no salía y a la que llamaba Santa Elena.

miércoles, 28 de abril de 2010

Prioridades

Recuerdo el sonido del impacto como una toalla mojada que se precipita desde las alturas. Un choque perfectamente inelástico.
Era la construcción más ambiciosa de los últimos años. El puente conectaría el Barrio Viejo con el monte Gorzu, y la malla de acero y tuercas traería la modernidad a la ciudad de Acoro. Pero, como siempre, la fatalidad frenaba su desarrollo, esta vez, en forma de inmensa guillotina.
El operario no la vio acercarse acelerada y silenciosamente, pero la enorme viga seccionó su brazo izquierdo que cayó sobre el suelo de la plataforma como si pidiera limosna, y quedó colgado en el vacío, asido a la barandilla con la mano derecha. Dicen que el pobre hombre intentó coger el miembro con su desgarrado muñón, y como no pudo, en una irreflexiva decisión, optó por tomarlo con la otra mano, para lo cual, tuvo que soltarse.