Vivir consiste en construir futuros recuerdos (Ernesto Sábato)
Recordar consiste en construir pasadas vivencias (Josef Manwell)

miércoles, 24 de abril de 2013

Pequeño tratado de taxonomía floral.

En el número uno de la calle Día de la ciudad de Acoro, hay un pequeño callejón, sin nombre, que conduce al veinticuatro de la calle Noche. El paso no tiene más de veinte metros de largo, y si abro los brazos al recorrerlo, a pesar de mi exigua envergadura, casi puedo tocar los negros ladrillos de la pared con mis dedos.
            Descubrí el atajo una tarde que la lluvia se enamoró, como yo, del Barrio Viejo. Llevaba un buen rato esperando tras las ventanas del Noroeste, y, pasadas las seis, decidí la vuelta a casa, como si alguien allí me esperase. Pero una mano firme sujetó mi antebrazo y abortó el intento.  Giré sobre mis pies y me encontré ante las narices con la edición matinal del Comercial Acorense que Perucho me ofrecía para utilizarlo como paraguas.
            - Llueve señor –me dijo, y bajó la vista con una mueca que soñaba con ser sonrisa, feliz por la oportunidad que se le presentaba de pagarme los cafés a los que yo le había invitado en incontables ocasiones.
- ¡Ay mi querido Perucho, qué haría yo sin ti! –me enterneció sobremanera la emoción que le provocó sentirse útil a alguien. Los intentos por disimular la nerviosa risa le desencadenaron un golpe de tos que amenazaba con reventar sus dañados pulmones, víctimas  de las húmedas vigilias que en otoño soportaba en los portales.
Abrí el diario por la mitad y lo coloqué sobre mi cabeza. Pensé que parecería una casa con tejado a dos aguas, pero opté por salvar mi sombrero comprado hace no más de dos semanas. Bajé corriendo por la calle Mercadería hasta la Plaza de la Sagrada Familia, y allí tomé la calle Día, momento en que el papel se deshizo en mis manos, dejando las noticias y esquelas grabadas sobre el fieltro. Fue entonces cuando lo vi. Como bote para naufrago, apareció. Un estrecho pasillo me protegería hasta la calle Noche, subiría las Escaleras de la Vida, y bordeando la Fuente de Las Penas, alcanzaría los soportales hasta casa. En el centro exacto, como un agujero negro que devora la vida de la ciudad, se aunaban los sonidos de ambas calles en un continuo zumbido, y, mirando a un lado y a otro, se veían los infinitos rostros de los infinitos viajeros que, a toda velocidad, pasaban tras las ventanas de los tranvías. La superposición de imágenes  parecía crear, como en una linterna mágica, el mismo rostro en ambas calles.
A partir de esa tarde, el itinerario fue una rutina. El tiempo que ahorraba en el trayecto lo aprovechaba en el Café, anotando mis reflexiones sobre las servilletas de papel que Perucho recogía de la mesa cuando me iba, quizás con la vana intención de publicarlas y huir de la pobreza a la que su diferente forma de razonar le había condenado. Las guardaba sin orden en los bolsillos de su raída pelliza, alterando con ello los avatares de mi vida y convirtiéndola en un caos mayor del que ya era.
El diez de Agosto, a las seis de la tarde, como el resto del año, salía del Café Noroeste. Caminaba despacio buscando la sombra y me aflojé la corbata, pues el sudor amenazaba al cuello almidonado de mi camisa. La Plaza de la Sagrada Familia se encontraba desierta y, cuando alcancé la calle Día, supe que estaba salvado de la insolación. Un aire fresco salía de mi callejón de sombra perpetua. En él me interné como quien alcanza su morada después de un largo viaje. Pero cuando mi vista se acomodó al cambio de luz, percibí un obstáculo en medio del trayecto, que en un principio identifiqué como basura. Al acercarme comprobé con agrado que no eran desperdicios, sino una joven vendedora ambulante que había decidido exponer allí sus flores. Una porción del oscuro callejón sin nombre se encontraba alfombrado por una multicolor variedad de flores, y en el centro, como  por un mágico  injerto de todas ellas, una joven con los pies juntos y las manos a la espalda, me sonreía mientras oscilaba sobre sí misma. Me sentí obligado a parar.
- Hola, quiero flores –dije tímidamente.
La joven continuaba mirándome en silencio con el ya embriagador giro, a uno y otro lado, que convertía la exposición de ramos, en una policromática falda de bailarina.
- ¿Cuáles? –dijo al fin.
No existe un tema del que me pueda considerar un experto, pero sí hay varios de los que soy un absoluto ignorante. La Botánica es uno de ellos. Por algún extraño motivo, nunca he puesto demasiado interés en conocer los nombres de las plantas ni de los árboles, y me sorprende la facilidad con la que cualquiera se refiere a tal o cual variedad, tipo de hoja, cuidados necesarios…
- No sé –dije mientras recorría con la vista el extraño arcoíris-. Ésas, las rosas.
Con alivio localicé unas de nombre conocido. La joven, como si esperara el final de un chiste, explotó en una sonora carcajada que retumbó contra las paredes del callejón.
- ¿Son rosas, no? –pregunté extrañado por su reacción y ya no seguro de si lo eran o no.
Las dos filas de dientes que parecían absorber toda la luz del callejón, se volvieron a separar para no ser arrollados por las risas, que zigzagueando de pared a pared, se escaparon hacia la calle Noche.
- No señor, no son rosas. Son andreyas.
Cogió el ramo y me lo ofreció, colocándolo a la altura de su cara, cuya belleza contagiaba a las flores y las convertía en una variedad única. Me explicó que era una extraña planta cuya floración se adelantaba a la de cualquier otra, incapaz de contener en el interior de sus tallos, tanta hermosura. Le agradecí las explicaciones y se las pagué sin esperar el cambio. Nos mantuvimos la mirada hasta que abandoné el callejón, ella con su eterna sonrisa, y yo preguntándome qué hacía con aquellas flores en la mano.
No sé si por la presencia de las flores o por la luz que dejaban pasar los visillos que cambié por las tupidas cortinas, pero una madrugadora primavera se alojó en mi oscuro apartamento. Durante días me colocaba frente a ellas, compartiendo el sol que las alimentaba, y, por momentos, llegaba a percibir el crecimiento de los tallos y el movimiento de los pétalos al saludar la vida. Retiré la herrumbre de los balcones y pinté la fachada de vivos colores, al igual que los humildes pescadores; aproveché cada rincón, cada espacio iluminado por este sol extranjero, para colocar macetas. Cargaba la tierra desde el monte Gorzu, allí donde la pequeña niña Rúa cultiva la planta del sueño. Las regaba con el agua del nacimiento del Lumia, recogida en cubos de madera antes de que se despertara mi perro Sócrates. Nunca mi frágil y enfermizo cuerpo había estado tan cansado, ni tan feliz.
El viejo Darvón comenzaba a preocuparse por mi inusual actividad física y creo que llegó a temer por mi salud mental. Para convencerle de que estaba mejor que nunca, quise invitarle a que me acompañara en la compra de más andreyas. Tiré de él por las calles de Acoro hasta la entrada del callejón que, vacío y sucio, nos esperaba. Recorrí la línea recta una y otra vez, buscando un escondite imposible, hasta que mi amigo me convenció para volver a casa.
Nunca más vi a la joven. Busqué dentro y fuera del Barrio Viejo, por las dañadas circunvoluciones  de la demente ciudad, desde el puerto a los arrabales, en uno y en otro margen del Lumia, pero todo fue inútil. Pregunté en las floristerías pero nadie la conocía, ni a ella, ni  la curiosa variedad de flores que vendía.
- Pero, ¿cómo puede ser? si en todas las tiendas tienen andreyas.
- No señor –me contestaban-, no conozco la variedad de la que usted habla. Esas flores son rosas.
Aún así, en un arrebato paranoico de incredulidad, decidí dirigirme al puerto y hacer un gran pedido de andreyas. Pedí un adelanto en el periódico y esperé impaciente la llegada. Tuve que utilizar el término rosa para que me entendieran, pero mientras hacían la descarga de los contenedores, traídos desde los más exóticos lugares, en mi interior sonreía pícaramente, como si con la compra me aprovechara de su ignorancia.
Desde la calle Día y la calle Noche se pueden oír las voces de Perucho cuando ofrece andreyas, y la curiosidad siempre hace que algún paseante se acerque e incluso compre la mercancía. Una única vez, que el viento traía la melancolía desde el cabo de Zénik, tiñendo de soledad y silencio las tertulias, y mojando con rocío de nostalgia las calles de la ciudad, se apoderó de mí la incertidumbre y el desasosiego.
- ¿No será, Perucho, que estemos equivocados y no sean más que rosas lo que ofrecemos?
Y él, aupándose para rodear mis hombros con su tullido brazo, me dijo:
- No, señor Manwell. No hay más que mirarlas bien y enseguida se da uno cuenta. Mírelas. No hay rosa tan bonita como una andreya. Mírelas, mírelas, mírelas…



Acoro, al final de un otoño y principio de otro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario