Vivir consiste en construir futuros recuerdos (Ernesto Sábato)
Recordar consiste en construir pasadas vivencias (Josef Manwell)

sábado, 12 de febrero de 2011

De la preparación.

Recibí la noticia apenas pisé Acoro. Tras unos días en Boneau, donde la talasoterapia tomó prestadas mis penas, volvía al bullicio de la ciudad de los silencios.
Como si me esperara, la señora Banjac me abordó en la estación de autobuses y sus malas noticias se fundieron con el anuncio de la partida del coche a Santa Fe. Utilizó el mismo tono que el empleado de la estación, como si avisara del último viaje para un pasajero ya ausente:
-Ha muerto, tan joven como era. Claro que llevaba mucho tiempo mal; primero perdió la cabeza y luego…
Sentí cómo las algas con las que había templado mi cuerpo en el balneario, me envolvían de nuevo, frías y pútridas, dejando un hedor que me acompañaría mucho tiempo.
-Pensé que le habían comunicado la noticia –se excusó al ver mi reacción- no se habla de otra cosa en Acoro. Además se sabía que antes o después…
La señora Banjac tenía la facultad de de escoger siempre la forma más hiriente de comunicar noticias, y una vez más logró que me sintiera culpable por no haber previsto el fatal desenlace y marcharme de la ciudad. Antes de dejarme, con las obligaciones cumplidas, me golpeó en el pecho con uno de los tarros de confitura casera que me regala a menudo. Agarré las dos bolsas de viaje con la misma mano y tomé el frasco que se pegó a mis dedos. Durante el camino a casa sufrí el dolor de mi brazo que cargaba el equipaje y el de mi conciencia que soportaba la culpa.
Todos coincidían en que había perdido la razón, pero yo, tan próximo, no lo vi. Ni siquiera esa tarde, cuando me disponía a releer a Goethe, para lo que le había pedido algunos libros, y reparé en que una edición prestada era un original en alemán. Con la excusa de devolvérselo, aproveché para visitarlo y pasar la tarde.
-Pero si sabes que sólo conozco mi idioma y un poco de español –le dije, creyendo que había sido una confusión.
-Lo sé, Josef. Pero lo aprenderás ¿Verdad? Harás como yo y estudiarás su lengua. Dime que lo harás- me pedía mientras agarraba mi chaqueta.
-No tenía pensado ponerme, a estas alturas, a aprender otro idioma. Además, en la tienda del Sr. Makado puedo encontrar traducciones de todas las obras que quiera leer.
-¿Traducciones, Josef? ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo comprender el dolor del joven Werther? ¿Se pueden traducir las lágrimas que derramó? Yo he leído y releído con fruición todas sus obras originales, y después, encerrado en mi cuarto, he estudiado la lengua germana con el deseo de comprenderla alguna vez.
-Sería más fácil, querido amigo, que primero aprendieras alemán y luego disfrutaras de su literatura- le expuse un poco asombrado por el ímpetu de sus palabras.
-No- grito en mi cara, tan cerca que sentía su acelerada respiración sobre ella. Durante un momento mantuvo sus ojos clavados en los míos, expulsando un odio que me paralizó por completo.
Se retiró de mí y se dejó caer sobre la butaca, con la frente apoyada sobre las manos. No me atreví a romper el silencio.
-Perdona Josef, pero estoy tan cansado. Son tantas las ganas. Imagina cuando conozca el significado de todo lo leído, y esas señales, esos signos, esas palabras almacenadas, acomodadas y mimadas en mi cerebro, esperando que la lógica las ordene, tomen sentido. Cuando el ruido deje de chirriar cada noche y se convierta en música.
Me acerque despacio y coloqué mi mano sobre su hombro que se revolvió para quitarla.
-¡Que placer, Josef, cómo anhelo ese momento!- dijo mientras frotaba sus ya despeinados cabellos- Déjame, amigo. Debo seguir estudiando alemán.
- Llegará ese momento, amigo. No lo dudes- le consolé.
Semanas más tarde me encontré, a la salida del Noroeste, con Petra Weing, su profesora de alemán. Me contó, asombrada, sus increíbles progresos. No recordaba ningún alumno que avanzara de ese modo, pero le preocupaba su deterioro físico, paralelo, pero opuesto, a su aprendizaje. Asustado, volví a visitarle. Me recibió un hedor húmedo, pesado, que ocupaba su casa. Él se secaba la frente, blanca, sobre el diván de lectura. Había adelgazado varios kilos, y en su enjuto rostro sobresalía una sonrisa de satisfacción que se interrumpía por ataques de tos. La vida que se escapaba de su cuerpo parecía condensarse en su mirada, henchida de felicidad.
-Ya sé alemán, Josef. Ahora lo entiendo- dijo en un susurro.
Le agarré la mano, dibujada con venas, que no huyó esta vez.
Petra concluyó su trabajo un miércoles de abril. El jueves le encontraron bajo sus libros, con la misma sonrisa con que me despidió a mí.
Llegué a mi apartamento con la impresión de haber perdido el tiempo y el dinero con la visita a Boneau, porque el cuello me dolía ya más que antes de ir. Me sudaba la mano que soportaba el tarro de confitura y, apenas entré, me dirigí a la alacena para guardarlo. Allí, almacenados y acomodados, esperaban decenas de frascos que la señora Banjac me había ido dando. Nunca quise tirarlos, quizás un día llegue a gustarme la confitura de frutas. Y ese día…Ese día será maravilloso.