Vivir consiste en construir futuros recuerdos (Ernesto Sábato)
Recordar consiste en construir pasadas vivencias (Josef Manwell)

miércoles, 28 de abril de 2010

Prioridades

Recuerdo el sonido del impacto como una toalla mojada que se precipita desde las alturas. Un choque perfectamente inelástico.
Era la construcción más ambiciosa de los últimos años. El puente conectaría el Barrio Viejo con el monte Gorzu, y la malla de acero y tuercas traería la modernidad a la ciudad de Acoro. Pero, como siempre, la fatalidad frenaba su desarrollo, esta vez, en forma de inmensa guillotina.
El operario no la vio acercarse acelerada y silenciosamente, pero la enorme viga seccionó su brazo izquierdo que cayó sobre el suelo de la plataforma como si pidiera limosna, y quedó colgado en el vacío, asido a la barandilla con la mano derecha. Dicen que el pobre hombre intentó coger el miembro con su desgarrado muñón, y como no pudo, en una irreflexiva decisión, optó por tomarlo con la otra mano, para lo cual, tuvo que soltarse.

martes, 27 de abril de 2010

De pies y de suelos

Más de diez años hace que el viejo Darbón me pasa consulta. La cobarde hipocondría que se confirma con periódicos achaques, me obliga a visitarle en días alternos. Una serena plática, unas respuestas que esperan a la pregunta, una queja que se ahoga al ser escuchada; poco necesito para que la confianza me acompañe cuarenta y ocho horas más.
Al caer la tarde, cuando los vecinos y comerciantes de Acoro recogen sus cosas y se dirigen a casa, yo tomo el camino de su consultorio mientras recorro mi anatomía buscando dolencias que justifiquen la visita. Las más de las veces no presento patología alguna, pero la tertulia que entablamos entonces, sobre las cuestiones de la ciudad, posee unos efectos, sin duda, profilácticos y terapéuticos.
El viejo Darbón se formó en las mejores universidades europeas y domina distintas disciplinas, pero sobre todas ellas, destaca su estudio del pie. Esa porción de cuerpo que nos permite golpear o acariciar el planeta –mi abuela siempre decía: fíjate en la forma de andar de la gente; hay quien golpea el suelo y quien lo acaricia- y a la que no pagamos justamente el favor que nos hace. Durante las últimas semanas padezco molestias al andar, motivo que refuerza mi intención de no salir de casa, por lo que consentí, tras mucha insistencia, que me examinara. Ayer, como de costumbre, llegué pasadas las ocho para conocer los resultados. Percibí la mal disimulada preocupación en su semblante, y sin comunicarme el diagnóstico, me invitó a que fuéramos al Noroeste. Aguanté la incertidumbre hasta que llegamos al café, y allí, como si de una fatal sentencia se tratara, me lo comunicó:
-Josef, lo que padeces no es grave, pero no tiene cura. Tus pies están sanos, el problema es que no se adaptan al suelo que pisas.

sábado, 24 de abril de 2010

Olvida

La abrupta costa de Acoro ha sido la pesadilla de los marinos durante siglos, motivo por el cual posee uno de los faros más antiguos del continente. Su oscilante luminaria vigilaba el tránsito de naves entre los dos océanos hasta que el alcalde, el señor Zampo, que se aferró al poder durante cuarenta años, abandonó a su libre albedrío a los ciudadanos que se internaban en el mar con sueños de libertad, y apagó, con su gélido soplido, todo destello de luz. La población, temerosa, evitaba alejarse de la costa por miedo a perderse y el comercio desapareció de las lonjas. Durante esos grises años, los ciudadanos de Acoro permanecieron ajenos a las corrientes culturales que fluían por el continente y se acostumbraron a sobrevivir con los productos locales. Hubo, incluso, quien defendió esta situación, alegando, tras un tupido velo nacionalista, que nuestros alimentos eran los mejores del mundo. Los más intrépidos se ofrecían a los caprichos de las olas que jugaban con las rocas, unas veces escondiéndolas, otras sorprendiendo a las quillas. El mar se tragaba los cuerpos y las ilusiones, mientras que las familias lloraban desde tierra.
Ya hace tiempo que murió el alcalde y resucitó el faro. Desde entonces, no se han perdido más vidas y la navegación ha recuperado el esplendor de antaño, pero ahora que ciertos ciudadanos de Acoro quieren echarse a la mar para recuperar las embarcaciones de sus padres fallecidos, el hijo de Zampo ha prohibido la búsqueda.

jueves, 8 de abril de 2010

Poco antes de la una

Hoy ha vuelto a ocurrir, poco antes de la una. Al cruzar el barrio de Los Filántropos y encarar la calle Mère, el curvo tobogán tira de mí como si quisiera lanzarme contra tu fachada. Y allí, a la altura del número dos, donde la gravedad se hace menos exigente, poco antes de la una, he mirado a tu puerta cerrada.
He buscado nuevos argumentos para convencerte, en un vano intento de que no te fueras, y al cabo, he recordado que ya no estás, que es inútil, que tu empeño fue mayor, que casi han pasado dos años. Entonces me siento engañado por el tiempo, un tiempo que se volvió hostil, que como una tozuda borrasca, me roba el sombrero con su viento burlón. Y lo veo rodar calle abajo, pero no corro, porque ya no tengo fuerzas, porque ya no me compensa.
A la vuelta del Noroeste, aún con el sabor a papel en la boca, encaro la pendiente que se hace imposible. La acera se transforma en un empalagoso caramelo que se pliega a mi paso, en una cínica sonrisa, estrangulando mis botas. Entro al jardín de macetas vacías y abro tu buzón. Retiro las cartas en blanco que te escribí ayer, y las sustituyo por las de hoy, que también están en blanco. Desisto de subir la cuesta y me desvío por otras calles de Acoro. Una ciudad que se me hace grande, grande y vacía.

martes, 6 de abril de 2010

Correo

La lluvia visita de nuevo la ciudad de Acoro. Como si prepararan el terreno para recibir el envío que espero, unas furtivas nubes han saturado el óleo que observo desde la ventana. El señor Penán se retrasa. Una y otra vez retiro los visillos de mi apartamento en busca de esa rueda que oscila de un lado a otro por los adoquines, como si contara los días para la jubilación a golpe de pedal. Al fin, la oxidada bicicleta de correos y el rostro de Penán, maldiciendo la lluvia, aparecen por la esquina.
Bajo corriendo las escaleras, aún a riesgo de que me traicionen mis debilitadas articulaciones, y cuando abro la puerta, la arrugada cara del señor Penán me sonríe y sus escuálidos brazos me acercan el paquete, envuelto en papel de estraza con una cuerda.
-¿Cómo va Penán?, mal día para repartir.
-Mal año para repartir, mal año. -Me contesta con resignación.
Busco una propina y me doy cuenta de que con las prisas he dejado arriba la cartera con el dinero.
-Espere un momento Penán. Ahora bajo.
Subo a por el monedero dejando la puerta abierta, pero a la vuelta, el cartero ya se aleja contando días dificultosamente. Rasgo el papel que despierta a la estancia con su crujido y compruebo el contenido: el Manual de Estilo de Pere Barbeira, el último número de la revista Letras que Huyen y el pequeño libro.
-¡Como un ladrillo! -pienso. Un perfecto paralelepípedo de pulcras esquinas, sin dobleces que profanen el interior. Otra vez Penán ha hecho bien su trabajo. Prolongo el irrepetible momento, y lo abro. De su interior, un melancólico orballo envuelve las palabras, que en dos lenguas lloran cantares gallegos.

lunes, 5 de abril de 2010

Jantipa

Tengo mis propias fuentes que alimentan estas crónicas, pero la más nutritiva, sin duda, es el Sr. Rosenthal. Vive con su mujer en la pequeña portería de paredes ahumadas. Por las mañanas, interrumpe el encendido de la calefacción y me saluda con su cara tiznada. Durante unos minutos intercambiamos impresiones, divagamos y nos separamos con la sensación de que hemos descubierto el secreto que mueve a la Humanidad. Su esposa escucha escondida desde la puerta entreabierta, en un vano intento por descifrar mensajes ocultos -creo que no le gusta que su marido hable conmigo-.
En ocasiones le veo por la tertulia del Noroeste, y desde la distancia y en silencio, toma nota de lo que escucha. Cuando llega a casa, de las servilletas teñidas de hollín, extrae las historias que luego cuenta a su hijo, y por la noche, a escondidas, construye rimas. Desde mi apartamento oigo las voces de su mujer que le recrimina cómo pierde el tiempo en tonterías -más valía que encontraras un buen trabajo- y con desprecio tira sus papeles al fuego, cuyas letras, escapan por la chimenea buscando quien las quiera.