Vivir consiste en construir futuros recuerdos (Ernesto Sábato)
Recordar consiste en construir pasadas vivencias (Josef Manwell)

sábado, 31 de julio de 2010

Cuando Pigmalión conoció a Sísifo

Es la fiesta pagana más celebrada en Acoro. Una tradición ancestral que se comparte con Santa Fe, y cuyo origen se pierde en la memoria de ambas ciudades. Nadie sabe quién fue el primero que decidió, llevado por el miedo o la envidia, colocar una piedra tras otra a modo de frontera que crece y aleja ambos lados. Pero el muro comenzó a elevarse ocultando el poderío de los vecinos y protegiendo de sus posibles ataques. Con sus aportaciones anónimas, cada habitante colabora en la construcción de la muralla, hasta el día en que las autoridades locales consideran que la altura y grosor preserva los derechos y valores de su cultura. En ése momento, que no responde a una fecha determinada, sino a la finalización de la gran obra, se suceden las fastuosas celebraciones a lo largo de una semana.

Tras la resaca, un melancólico estremecimiento de soledad se apodera de los vecinos, que se sienten sitiados, por lo que, poco a poco, van deshaciendo el muro hasta que la imagen de Santa Fe recorta el horizonte como una puerta abierta al resto del mundo.

En ese momento, la otra ciudad, que ve con desconfianza la caída del muro, se afana en levantar el suyo, que promete ser más alto y resistente.

Ayer, el viento traía en forma de música, la alegría de Santa Fe por la finalización de su monumental coraza, pero hoy, paseando por el monte Gorzu, se apreciaban ya, los huecos de las piedras que han comenzado a retirar.

viernes, 23 de julio de 2010

Del deseo

En numerosos artículos me habrán oído hablar del Noroeste. Se trata del café y restaurante que alimenta mi cuerpo y nutre mi espíritu. Es uno de los locales del Barrio Viejo que ha resistido el paso del tiempo sin cambiar de negocio. Tiene la entrada por la estrecha calle de La Luna y su acristalada fachada principal da al Paseo de Acoro, lo que permite, si tienes la suerte de colocarte en una de las mesas próximas a la ventana, compartir las pulsiones de la ciudad. Una estructura de metal oxidado soporta letras de madera que un día rezaban su nombre, y en la esquina, visible desde las dos calles, una rosa de los vientos señala hacia arriba y a la izquierda. El conjunto de tonos sepia parece sacado de una vieja fotografía.

Al atravesar su puerta, el olor a café que sutilmente invitaba a los viandantes, ahora se vuelve exigente, y como si cambiara de humor, te obliga a consumirlo y saborear placenteramente el alma de tierras lejanas. Llama la atención el suelo blanco y negro, que como un tablero de ajedrez que se pliega, continúa por la pared hasta un metro aproximadamente, donde un pasamanos, que rodea la estancia, ha perdido el brillo como las joyas de un chamarilero.

Al fondo, tras la barra, en el punto de fuga de una perspectiva divina, atiende Sarita. Son sus ojos verdes la única luz de color de la escena y su piel oliva compite con los dorados que adornan el mostrador. La continua sonrisa que sostiene su boca parece acariciar el aire con sus oscuros labios, en un eterno baile de besos perdidos.

Un casi imperceptible movimiento de sus pestañas me indica que hay sitio en la planta superior, espacio reservado para las comidas, pero que a los habituales nos ceden cuando se sobrepasa el aforo. Desde ese lugar, elevado y también acristalado, la vista del Paseo es privilegiada, furtiva.

Desde hace semanas les observo, siempre a la misma hora. Tras leer las primeras noticias en el Comercial Acorense sobre las heridas de la enferma ciudad, levanto la vista y aparecen. Cada uno por su lado, suben a destiempo al primer piso de la casa de enfrente.

Los dos están nerviosos, cada uno a su manera, y en el centro de la habitación, frente a frente se detienen. Ella retira la mirada que él no persigue, y se deja abrazar por unos brazos que no la tocan, como un chaman que impone mágicamente las manos. Inspira con la fuerza de un agujero negro que absorbe la galaxia de la habitación, y él se deja ir, aproximándose al límite; y se le escapan las manos blancas y gélidas como en una mañana de enero, y quedan inertes junto a su cintura. Él coloca las suyas a la altura de sus pechos que se elevan, mirando los desenfocados y amenazantes dedos. Entonces ella deja caer su cabeza hacia atrás, ofreciendo el cuello que palpita, que soporta la presión de una sangre arrolladora, sintiendo el aliento que se ha mantenido fresco, en la última caverna de su cuerpo, para este momento. La boca de la joven se abre y se acopla, sin tocarse, a la de él, en una eficaz sinapsis de pasión, en un beso seco que amenaza ser eterno y que los deja exhaustos, por el isométrico espectáculo de amor mímico.

Caen sus brazos lacios y los cuerpos parecen encoger, vaciados. Entonces, como han venido, se marchan. Primero uno y luego otro, en direcciones opuestas. Durante un rato les acompaño con la mirada, intentando adivinar su destino, hasta que mi cabeza pega con el cristal y se alejan por un ángulo imposible.

Me sorprende la voz de Sarita que me ofrece otro café. Y yo no sé qué contestar, ni qué hacer. Sólo puedo mirar los labios de los mil besos que se mueven al hablar en la cara de la camarera.

martes, 13 de julio de 2010

Carnaval

Miro el carnaval desde mi ventana y pregunto a mis pies por qué no siguen al gentío que baila por las calles, en un éxtasis colectivo.
En otras ventanas busco quien sufra el mismo mal. Quien, como yo, permanezca inmune a la alegría, incapaz de contagiarse de esta felicidad ajena. No hay nadie. Todos celebran la fiesta cada vez menos pagana. Bajo un sol abrasador se desplaza la ameba popular que fagocita lo que encuentra en su camino.
Cuidado. Un viandante me observa y avisa a los que tiene al lado. Veo cómo señalan mi ventana y me escondo tras la pared. Asustado vuelvo a asomarme pero ellos ya corren calle abajo entre empujones. De pronto, un estruendo me sobresalta. Al principio de la calle aparece la carroza principal. Como un tótem perfectamente esférico, es empujada por las autoridades locales de Acoro, y en su despiadado paso aplasta a los que, aun viéndola venir, no se apartan. Entonces la pirotecnia acalla el sonido de los cerebros que estallan bajo la carroza y la sangre tiñe de rojo las ropas de la gente.
Cuando me retiro, un ligero temblor tras las cortinas de la casa de enfrente despierta mi esperanza. Pero no. Es el viento. Sólo un viento fresco que se levanta a última hora.

jueves, 8 de julio de 2010

Sócrates

Cuando bajé, ellos ya me esperaban en el portal. Al lado del señor Roshental, con una media sonrisa que buscaba revancha, Sócrates observaba cómo yo acudía a otro de nuestros maitines inusualmente jovial.

-Buenos días Sr. Roshental. Sócrates ¿cómo estás?

-Que disfruten del paseo, señores- dijo Roshental mientras volvía a sus quehaceres cotidianos.

Sócrates no había contestado, y antes de que llegara a su altura, ya caminaba por la acera sin esperarme.

-Sócrates, espera. No te enfades- No le gusta que le llame por ése nombre, pero yo tengo la impresión de que se ajusta mucho más a su personalidad que el suyo.

Durante un largo trecho caminamos sin sacar ningún tema, como esperando que el otro mostrara las armas que había preparado durante la noche. El día anterior, la conversación quedó en tablas, y yo, como seguro que él también, había elaborado argumentos nuevos.

-Vale, vale -consentí al fin- Olvídate de Kierkegaard y de los pobres franceses a los que culpas de mi perpetua melancolía. Pero tendrás que admitir que aunque los dos paseamos por el mismo trayecto, de él extraemos distintas sensaciones, y las emociones que experimentamos también son distintas, y condicionan nuestra forma de actuar. ¿O me quieres decir que los dos hemos sentido lo mismo al cruzarnos con esa joven?

La suavización de mis argumentos le animó en cierta manera y admitió determinados aspectos de la subjetividad humana que ayer negaba categóricamente. Después se internó en el parque y yo le esperé sujetando las dudas con las dos manos. Cuando regresó deshicimos el camino parando cada poco para explayarnos en aclaraciones y ejemplos que enriquecían nuestra conversación. La acalorada discusión del día anterior, había dado paso a esta fructífera mañana en la que conseguimos acercar nuestras posiciones. Las ideas aportadas por uno y otro tejían una alfombra epistemológica que nos condujo a casa.

Me despedí de él frotándole los rubios cabellos, y como un niño tímido, se revolvió azorado. El Sr. Roshental se quedó con él, y yo, satisfecho, subí a descansar a mi apartamento.

Cierto escritor dijo una vez que el hombre más inteligente que había conocido, no sabía leer ni escribir. Como él, también puedo decir que el hombre más inteligente que conozco, tampoco sabe ni leer ni escribir, además, ni tan siquiera es un hombre. Es un Labrador Retriever.

martes, 6 de julio de 2010

Kokoro

Caminaba por la calle Mercadería y un inesperado tumulto me obligó a detenerme antes de llegar a la plaza. Como infartada por un trombo de curiosidad, la vía se taponó, y la muchedumbre, de puntillas y con el cuello estirado, buscaba el motivo de aquella aglomeración. La desgracia quiso que el abultado peinado que impedía mi visión, perteneciera a la señora Banjac, que enojada como siempre, intentaba hacerse hueco ensartando a los molestos viandantes con su abanico.
-¡Señor Manwell! –gritó entusiasmada cuando me disponía a huir- acompáñeme, haga el favor. Mi esposo es incapaz de hacerme llegar a la plaza.
Me agarró del brazo y tiró de mí sin dejarme saludar a su marido, que con abochornada resignación, me animaba a seguirla con un gesto de manos. A medida que avanzábamos entre la masa, ésta se espesaba como cuajada por el calor, y el ímpetu de la señora Banjac crecía como el de un luchador que ve tambalearse a su contrincante. Al llegar a primera fila, la plaza de la Sagrada Familia se nos ofrecía desierta, pero las calles que allí confluían, sufrían el mismo fenómeno que Mercadería. La calle Día era la que presentaba un aspecto más preocupante: una descolorida joven se dejaba mecer inconsciente por la irregular marea, mientras otros, los mejor dotados, alcanzaban una posición más elevada subiéndose sobre los cuerpos inertes.
Traté de colocarme la ropa y el pelo después del agitado trayecto, pensando que continuaríamos hasta el centro de la plaza. Pero allí, donde los adoquines pierden su linealidad y optan por colocarse en circunferencias concéntricas, la señora Banjac se paró. Como contagiada por un pánico colectivo, todo el furor se ahogó como la joven a la que ya no veía, y su esfuerzo, ahora, consistía en mantener en su sitio a las personas que empujaban por detrás.
Sentía como los gritos humedecían mi nuca, y un irreconocible Maloy olvidaba que era cliente suyo y me increpaba con el Comercial Acorense, enrollado a modo de estoque. Mi cabeza chirriaba como si las ideas pisaran azúcar derramado sobre el suelo de mi cerebro, e impávido, observaba cómo las uñas encarnadas de mi acompañante se clavaban en mi insensible antebrazo.
Un súbito silencio asfixió la plaza como si una campana invisible se posara sobre ella, y pude ver a Perucho, ajeno a todo lo que allí ocurría, dirigirse con sus renqueantes pasos al banco que habitualmente le servía de morada. Parecía un pobre animal por miles de ojos observado, en una jaula redonda de barrotes imaginados. Temeroso por su integridad, esperé la reacción de los presentes, pero como si alguien hubiera calentado la cera que sellaba las calles, la gente comenzó a fluir, maldiciéndole por el incidente que había provocado.
Agradecida por mi supuesta ayuda, la señora Banjac quería invitarme a toda costa, y, a voces, llamaba a su marido, que con dificultad llegó hasta nosotros. Me excusé diciendo que tenía una cita, y aunque no convencida, se despidió de mí agitando la mano y obligando a su marido a imitarla.
Cuando llegué a su banco, Perucho aún soportaba los insultos que le tiznaban de culpa, y contestaba con una incrédula sonrisa, sorprendido por la atención que se le prestaba esa mañana. Le invité a que tomáramos un vino en el Noroeste, favor que fue agradeciéndome de antemano por el camino, mientras me contaba que le gustaría ser más inteligente para devolver los favores que le hacían.