Vivir consiste en construir futuros recuerdos (Ernesto Sábato)
Recordar consiste en construir pasadas vivencias (Josef Manwell)

martes, 6 de julio de 2010

Kokoro

Caminaba por la calle Mercadería y un inesperado tumulto me obligó a detenerme antes de llegar a la plaza. Como infartada por un trombo de curiosidad, la vía se taponó, y la muchedumbre, de puntillas y con el cuello estirado, buscaba el motivo de aquella aglomeración. La desgracia quiso que el abultado peinado que impedía mi visión, perteneciera a la señora Banjac, que enojada como siempre, intentaba hacerse hueco ensartando a los molestos viandantes con su abanico.
-¡Señor Manwell! –gritó entusiasmada cuando me disponía a huir- acompáñeme, haga el favor. Mi esposo es incapaz de hacerme llegar a la plaza.
Me agarró del brazo y tiró de mí sin dejarme saludar a su marido, que con abochornada resignación, me animaba a seguirla con un gesto de manos. A medida que avanzábamos entre la masa, ésta se espesaba como cuajada por el calor, y el ímpetu de la señora Banjac crecía como el de un luchador que ve tambalearse a su contrincante. Al llegar a primera fila, la plaza de la Sagrada Familia se nos ofrecía desierta, pero las calles que allí confluían, sufrían el mismo fenómeno que Mercadería. La calle Día era la que presentaba un aspecto más preocupante: una descolorida joven se dejaba mecer inconsciente por la irregular marea, mientras otros, los mejor dotados, alcanzaban una posición más elevada subiéndose sobre los cuerpos inertes.
Traté de colocarme la ropa y el pelo después del agitado trayecto, pensando que continuaríamos hasta el centro de la plaza. Pero allí, donde los adoquines pierden su linealidad y optan por colocarse en circunferencias concéntricas, la señora Banjac se paró. Como contagiada por un pánico colectivo, todo el furor se ahogó como la joven a la que ya no veía, y su esfuerzo, ahora, consistía en mantener en su sitio a las personas que empujaban por detrás.
Sentía como los gritos humedecían mi nuca, y un irreconocible Maloy olvidaba que era cliente suyo y me increpaba con el Comercial Acorense, enrollado a modo de estoque. Mi cabeza chirriaba como si las ideas pisaran azúcar derramado sobre el suelo de mi cerebro, e impávido, observaba cómo las uñas encarnadas de mi acompañante se clavaban en mi insensible antebrazo.
Un súbito silencio asfixió la plaza como si una campana invisible se posara sobre ella, y pude ver a Perucho, ajeno a todo lo que allí ocurría, dirigirse con sus renqueantes pasos al banco que habitualmente le servía de morada. Parecía un pobre animal por miles de ojos observado, en una jaula redonda de barrotes imaginados. Temeroso por su integridad, esperé la reacción de los presentes, pero como si alguien hubiera calentado la cera que sellaba las calles, la gente comenzó a fluir, maldiciéndole por el incidente que había provocado.
Agradecida por mi supuesta ayuda, la señora Banjac quería invitarme a toda costa, y, a voces, llamaba a su marido, que con dificultad llegó hasta nosotros. Me excusé diciendo que tenía una cita, y aunque no convencida, se despidió de mí agitando la mano y obligando a su marido a imitarla.
Cuando llegué a su banco, Perucho aún soportaba los insultos que le tiznaban de culpa, y contestaba con una incrédula sonrisa, sorprendido por la atención que se le prestaba esa mañana. Le invité a que tomáramos un vino en el Noroeste, favor que fue agradeciéndome de antemano por el camino, mientras me contaba que le gustaría ser más inteligente para devolver los favores que le hacían.



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