Vivir consiste en construir futuros recuerdos (Ernesto Sábato)
Recordar consiste en construir pasadas vivencias (Josef Manwell)

sábado, 24 de diciembre de 2011

La Cena

El cartel lo decía bien claro. No dejaba lugar a dudas. Los grupos debían constituirse con miembros cuyos intereses e inquietudes fueran dispares. Se trataba de que los participantes en las conversaciones se implicasen lo menos posible y éstas tendieran a la banalidad. De este modo se pretendía que la reunión discurriese de la manera más apacible, al no encontrarse argumentos contrarios sobre asuntos significativos para los presentes.
Como era de esperar, en las plazas de Acoro se formó un gran revuelo. Había quien, de buen grado, aceptaba la propuesta, pues de la trivialidad eran maestros. Otros, enojados, se quejaban de que hubiera un lugar en el que no se les permitiera defender con ahínco sus ideales. Algunos no tenían que esforzarse en la búsqueda de contertulios con motivaciones dispares, mientras otros dudaban y percibían la crítica y la amenaza en todas las miradas ajenas.
De este modo se fueron conformando los grupos para la cena, cuyo éxito dependería de la elección realizada y de la habilidad para sortear la inquina, real o no.

martes, 29 de noviembre de 2011

Prioridades (2)

Nada le preocupaba más a Seván Canella que la felicidad de su hijo. Estaba convencido de que para ello debía transmitirle los valores que él consideraba necesarios en un buen hombre. Por eso los viernes, cuando recibía el salario semanal, le daba a su hijo, Fillo Canella, tres monedas. Una para dulces de la confitería La Flor, otra para el coleccionable con las aventuras de Simbad que le guardaba el Sr. Makado, y otra para Perucho, quien esquivaría las embestidas del hambre durante ese día. De este modo creía fomentar en su hijo la generosidad y el amor por la lectura.
Cuando concluyeron las obras de la catedral de Acoro, el trabajo comenzó a escasear y Seván Canella sólo podía darle a su hijo dos monedas, por lo que éste evitó los encuentros con Perucho. Parecía que la mala suerte se cebaba con Seván, pues la construcción del puente del Barrio Viejo se paralizó por un fatídico accidente, por lo que, con mucho esfuerzo, continuó proporcionando la paga, pero reducida a una sola moneda.
No se sabe si fue la proximidad de la confitería o el poder de la glucosa, pero el chaval decidió cómo gastarse su capital y optó por no pasarse más por la librería, en cuyos estantes permanecían los coleccionables cubiertos de polvo.
Y de este modo fue como Fillo Canella se convirtió en un hombre egoísta, gordo y tonto.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Aguas rebeldes


En Acoro tenemos un puente sobre un cauce seco. ¡Vaya peculiaridad!, dirán ustedes. Seguro que no es la única localidad cuyas aguas han dejado de reflejar los acontecimientos cotidianos y de contarlos en la desembocadura de un mar enfermo.
Pero este caso es diferente. No fue la sed de una tierra castigada la que engulló con ansia el líquido. A no más de tres metros de la finalización del puente, discurre, oscuro y pesado, el caudal del Lumia: el río que nace en el monte Gorzu y serpentea por su ladera, cortando la ciudad en dos mitades tan diferentes como dos hermanos.
Fue el consistorio quien decidió la alteración de la trayectoria, como el profesor que corrige el cuaderno de un niño poco aplicado. Y quedó el hueco gris, y las piedras con formas de  caramelo, tristes y secas.
Con gran boato se celebró la obra de ingeniería que salvaba el adoptado rio. Pero éste, que mantenía el espíritu libre de los nacidos en la montaña, no tardó en recuperar su anterior camino, más largo pero libremente elegido, hacia el mar.
En Acoro tenemos un puente sobre un cauce seco, y a su lado un caudaloso rio sin puente, infranqueable. Y por las tardes hay quien se reclina sobre la baranda a esperar el agua y quien desde la orilla espera que se construya un puente que le facilite el paso.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Del esfuerzo

Cuando llegué a la cima del monte Gorzu y quise disfrutar la vista de la ciudad, Acoro ya no estaba allí.

lunes, 26 de septiembre de 2011

De la mentira.

En un principio nadie le dio importancia. Unas chinas, diminutos guijarros, travesuras de pequeños ociosos y consentidos. Los transeúntes se habían acostumbrado al impacto de las piedras cuando pasaban bajo el puente. Si miraban hacia arriba, se topaban con la perfecta sonrisa de los chicos que aplacaba la ira de los agredidos.
Los muchachos seguían creciendo y las piedras también, pero nadie quiso darse cuenta, no fueran a pensar que uno no podía resistir el impacto. En ocasiones te cruzabas con algún conocido que te mentía sobre la brecha de su cabeza: una caída, un armario rebelde, una pendencia tabernera…Entonces pasó él. Nadie le previno, nadie le recordó que su cabeza no estaba acostumbrada al contacto directo con el granito. El golpe fue brutal ya que al peso de la piedra se sumó la sorpresa, cuya masa, todos sabemos que es ingente. Durante meses se resintió e incluso ahora, pasados tres años, el vértigo y la incomprensión le abordan provocando mareos y jaquecas.
Estos días se ha hecho pública la sentencia. Se le ofrece una cuantiosa indemnización que deberán pagar el lanzador de la piedra y todos los que, habiendo recibido pedradas durante años, callaron, y con ello participaron en la agresión.

lunes, 4 de abril de 2011

Los catorce besos del príncipe Calaf.

El viejo profesor y el ateneo de Acoro comparten una agrietada fachada. El viejo profesor y el ateneo de Acoro comparten un traje que se deshilacha, que con pudor esconde los remiendos. Allí le encontré, en la sala azul, con un cigarro que temblaba entre sus retraídos labios. Componía sobre cuartillas arrugadas, con miedo a que la muerte le ganara la carrera, como a Puccini, antes de concluir su obra. Se había volcado en un proyecto ingente: ofrecer un final a Turandot acorde con los deseos de su autor. Estaba convencido de que la ópera necesitaba recuperar la coherencia y que los arreglos de Alfano no hacían justicia a los deseos del toscano.
Sus ancianas manos, que escribían con sorprendente rapidez, recreaban el jardín en el que la pareja compartía una desigual vejez. Ella le sujetaba como a un niño, y él, con la mirada perdida, respondía a sus pacientes preguntas. Una tras otra acertaba las tres respuestas, pero al preguntarle el nombre, Calaf dudaba, y por su boca salía el silencio. Turandot le musitaba entonces nadie duerma y con resignada pasión depositaba sobre su cuello, bajo la oreja, catorce besos. Como drogado por una extraña pócima, recobraba el aliento y contestaba: Calaf, yo soy Calaf, hijo de Timur. La escena se repitió todos los atardeceres hasta el día en que las doncellas llegaron sin Turandot. Entonces Calaf olvidó las tres respuestas y también quién era.
Con su trabajo y tras una nube de humo, dejé al viejo profesor. Y de vuelta a casa, pensaba en el poder que para la memoria, para recordar quién es uno mismo, pueden tener catorce besos.

sábado, 12 de febrero de 2011

De la preparación.

Recibí la noticia apenas pisé Acoro. Tras unos días en Boneau, donde la talasoterapia tomó prestadas mis penas, volvía al bullicio de la ciudad de los silencios.
Como si me esperara, la señora Banjac me abordó en la estación de autobuses y sus malas noticias se fundieron con el anuncio de la partida del coche a Santa Fe. Utilizó el mismo tono que el empleado de la estación, como si avisara del último viaje para un pasajero ya ausente:
-Ha muerto, tan joven como era. Claro que llevaba mucho tiempo mal; primero perdió la cabeza y luego…
Sentí cómo las algas con las que había templado mi cuerpo en el balneario, me envolvían de nuevo, frías y pútridas, dejando un hedor que me acompañaría mucho tiempo.
-Pensé que le habían comunicado la noticia –se excusó al ver mi reacción- no se habla de otra cosa en Acoro. Además se sabía que antes o después…
La señora Banjac tenía la facultad de de escoger siempre la forma más hiriente de comunicar noticias, y una vez más logró que me sintiera culpable por no haber previsto el fatal desenlace y marcharme de la ciudad. Antes de dejarme, con las obligaciones cumplidas, me golpeó en el pecho con uno de los tarros de confitura casera que me regala a menudo. Agarré las dos bolsas de viaje con la misma mano y tomé el frasco que se pegó a mis dedos. Durante el camino a casa sufrí el dolor de mi brazo que cargaba el equipaje y el de mi conciencia que soportaba la culpa.
Todos coincidían en que había perdido la razón, pero yo, tan próximo, no lo vi. Ni siquiera esa tarde, cuando me disponía a releer a Goethe, para lo que le había pedido algunos libros, y reparé en que una edición prestada era un original en alemán. Con la excusa de devolvérselo, aproveché para visitarlo y pasar la tarde.
-Pero si sabes que sólo conozco mi idioma y un poco de español –le dije, creyendo que había sido una confusión.
-Lo sé, Josef. Pero lo aprenderás ¿Verdad? Harás como yo y estudiarás su lengua. Dime que lo harás- me pedía mientras agarraba mi chaqueta.
-No tenía pensado ponerme, a estas alturas, a aprender otro idioma. Además, en la tienda del Sr. Makado puedo encontrar traducciones de todas las obras que quiera leer.
-¿Traducciones, Josef? ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo comprender el dolor del joven Werther? ¿Se pueden traducir las lágrimas que derramó? Yo he leído y releído con fruición todas sus obras originales, y después, encerrado en mi cuarto, he estudiado la lengua germana con el deseo de comprenderla alguna vez.
-Sería más fácil, querido amigo, que primero aprendieras alemán y luego disfrutaras de su literatura- le expuse un poco asombrado por el ímpetu de sus palabras.
-No- grito en mi cara, tan cerca que sentía su acelerada respiración sobre ella. Durante un momento mantuvo sus ojos clavados en los míos, expulsando un odio que me paralizó por completo.
Se retiró de mí y se dejó caer sobre la butaca, con la frente apoyada sobre las manos. No me atreví a romper el silencio.
-Perdona Josef, pero estoy tan cansado. Son tantas las ganas. Imagina cuando conozca el significado de todo lo leído, y esas señales, esos signos, esas palabras almacenadas, acomodadas y mimadas en mi cerebro, esperando que la lógica las ordene, tomen sentido. Cuando el ruido deje de chirriar cada noche y se convierta en música.
Me acerque despacio y coloqué mi mano sobre su hombro que se revolvió para quitarla.
-¡Que placer, Josef, cómo anhelo ese momento!- dijo mientras frotaba sus ya despeinados cabellos- Déjame, amigo. Debo seguir estudiando alemán.
- Llegará ese momento, amigo. No lo dudes- le consolé.
Semanas más tarde me encontré, a la salida del Noroeste, con Petra Weing, su profesora de alemán. Me contó, asombrada, sus increíbles progresos. No recordaba ningún alumno que avanzara de ese modo, pero le preocupaba su deterioro físico, paralelo, pero opuesto, a su aprendizaje. Asustado, volví a visitarle. Me recibió un hedor húmedo, pesado, que ocupaba su casa. Él se secaba la frente, blanca, sobre el diván de lectura. Había adelgazado varios kilos, y en su enjuto rostro sobresalía una sonrisa de satisfacción que se interrumpía por ataques de tos. La vida que se escapaba de su cuerpo parecía condensarse en su mirada, henchida de felicidad.
-Ya sé alemán, Josef. Ahora lo entiendo- dijo en un susurro.
Le agarré la mano, dibujada con venas, que no huyó esta vez.
Petra concluyó su trabajo un miércoles de abril. El jueves le encontraron bajo sus libros, con la misma sonrisa con que me despidió a mí.
Llegué a mi apartamento con la impresión de haber perdido el tiempo y el dinero con la visita a Boneau, porque el cuello me dolía ya más que antes de ir. Me sudaba la mano que soportaba el tarro de confitura y, apenas entré, me dirigí a la alacena para guardarlo. Allí, almacenados y acomodados, esperaban decenas de frascos que la señora Banjac me había ido dando. Nunca quise tirarlos, quizás un día llegue a gustarme la confitura de frutas. Y ese día…Ese día será maravilloso.

domingo, 16 de enero de 2011

43

Entré en el patio de estilo indiano que Dagus Vian posee en su casa de Acoro. Como no le había avisado de mi visita, no me extrañó su ausencia, ya que de todos es conocida su acalorada vida social desde que Elisabeta dejó el palacete. Las plantas que ayer regaban sus lágrimas, hoy abrazan las blancas columnas como si quisieran de ese modo expresar su dolor y escapar, rompiendo la vidriera, para ir en su busca.
Me recibió, como siempre, la blanca sonrisa de Wango. Azorado, parecía disculpar a Dagus por la vida en la que se encontraba inmerso: pasaba ya más tiempo en la Maison Bombay que en casa, la comida se pudría esperando en la mesa, y el alcohol tornó su exquisito vocabulario por soeces expresiones que, de madrugada, dirigía contra los capiteles que, a duras penas, soportaban el peso de la desgracia que se apoderaba de la casa.
Wango quiso entretener mi espera o matar su soledad, y con una recuperada alegría, me contó historias de su pueblo que evidenciaban la nostalgia y presagiaban la vuelta. De todas ellas, me gustó la referida a la costumbre de calcular el momento de madurez de un guerrero. Cuando el pie del joven medía el mismo número de semillas de gayua que cosechas habían pasado desde su nacimiento, alcanzaba su mayor madurez y potencial para afrontar los retos que la vida, en tan inhóspito paraje, le ofrecía.
Ignoro el valor antropológico de dicha experiencia, pero, cuando me marché sin haber visto a Dagus, y calculaba cuál sería esa edad mirando al suelo, reparé que la talla de mis botines recién estrenados, coincidía con la edad que ese mismo domingo cumplía.