Descubrí el atajo una tarde que la
lluvia se enamoró, como yo, del Barrio Viejo. Llevaba un buen rato esperando
tras las ventanas del Noroeste, y,
pasadas las seis, decidí la vuelta a casa, como si alguien allí me esperase.
Pero una mano firme sujetó mi antebrazo y abortó el intento. Giré sobre mis pies y me encontré ante las
narices con la edición matinal del Comercial
Acorense que Perucho me ofrecía
para utilizarlo como paraguas.
- Llueve señor –me dijo, y bajó la
vista con una mueca que soñaba con ser sonrisa, feliz por la oportunidad que se
le presentaba de pagarme los cafés a los que yo le había invitado en
incontables ocasiones.
-
¡Ay mi querido Perucho, qué haría yo sin
ti! –me enterneció sobremanera la emoción que le provocó sentirse útil a
alguien. Los intentos por disimular la nerviosa risa le desencadenaron un golpe
de tos que amenazaba con reventar sus dañados pulmones, víctimas de las húmedas vigilias que en otoño
soportaba en los portales.
Abrí
el diario por la mitad y lo coloqué sobre mi cabeza. Pensé que parecería una
casa con tejado a dos aguas, pero opté por salvar mi sombrero comprado hace no
más de dos semanas. Bajé corriendo por la calle Mercadería hasta la Plaza de la
Sagrada Familia, y allí tomé la calle Día, momento en que el papel se deshizo
en mis manos, dejando las noticias y esquelas grabadas sobre el fieltro. Fue
entonces cuando lo vi. Como bote para naufrago, apareció. Un estrecho pasillo
me protegería hasta la calle Noche, subiría las Escaleras de la Vida, y
bordeando la Fuente de Las Penas, alcanzaría los soportales hasta casa. En el
centro exacto, como un agujero negro que devora la vida de la ciudad, se
aunaban los sonidos de ambas calles en un continuo zumbido, y, mirando a un
lado y a otro, se veían los infinitos rostros de los infinitos viajeros que, a
toda velocidad, pasaban tras las ventanas de los tranvías. La superposición de
imágenes parecía crear, como en una
linterna mágica, el mismo rostro en ambas calles.
A
partir de esa tarde, el itinerario fue una rutina. El tiempo que ahorraba en el
trayecto lo aprovechaba en el Café, anotando mis reflexiones sobre las
servilletas de papel que Perucho
recogía de la mesa cuando me iba, quizás con la vana intención de publicarlas y
huir de la pobreza a la que su diferente forma de razonar le había condenado.
Las guardaba sin orden en los bolsillos de su raída pelliza, alterando con ello
los avatares de mi vida y convirtiéndola en un caos mayor del que ya era.
El
diez de Agosto, a las seis de la tarde, como el resto del año, salía del Café
Noroeste. Caminaba despacio buscando la sombra y me aflojé la corbata, pues el
sudor amenazaba al cuello almidonado de mi camisa. La Plaza de la Sagrada
Familia se encontraba desierta y, cuando alcancé la calle Día, supe que estaba
salvado de la insolación. Un aire fresco salía de mi callejón de sombra
perpetua. En él me interné como quien alcanza su morada después de un largo
viaje. Pero cuando mi vista se acomodó al cambio de luz, percibí un obstáculo
en medio del trayecto, que en un principio identifiqué como basura. Al
acercarme comprobé con agrado que no eran desperdicios, sino una joven
vendedora ambulante que había decidido exponer allí sus flores. Una porción del
oscuro callejón sin nombre se encontraba alfombrado por una multicolor variedad
de flores, y en el centro, como por un
mágico injerto de todas ellas, una joven
con los pies juntos y las manos a la espalda, me sonreía mientras oscilaba
sobre sí misma. Me sentí obligado a parar.
-
Hola, quiero flores –dije tímidamente.
La
joven continuaba mirándome en silencio con el ya embriagador giro, a uno y otro
lado, que convertía la exposición de ramos, en una policromática falda de
bailarina.
-
¿Cuáles? –dijo al fin.
No
existe un tema del que me pueda considerar un experto, pero sí hay varios de
los que soy un absoluto ignorante. La Botánica es uno de ellos. Por algún
extraño motivo, nunca he puesto demasiado interés en conocer los nombres de las
plantas ni de los árboles, y me sorprende la facilidad con la que cualquiera se
refiere a tal o cual variedad, tipo de hoja, cuidados necesarios…
-
No sé –dije mientras recorría con la vista el extraño arcoíris-. Ésas, las
rosas.
Con
alivio localicé unas de nombre conocido. La joven, como si esperara el final de
un chiste, explotó en una sonora carcajada que retumbó contra las paredes del
callejón.
-
¿Son rosas, no? –pregunté extrañado por su reacción y ya no seguro de si lo
eran o no.
Las
dos filas de dientes que parecían absorber toda la luz del callejón, se
volvieron a separar para no ser arrollados por las risas, que zigzagueando de
pared a pared, se escaparon hacia la calle Noche.
-
No señor, no son rosas. Son andreyas.
Cogió
el ramo y me lo ofreció, colocándolo a la altura de su cara, cuya belleza
contagiaba a las flores y las convertía en una variedad única. Me explicó que
era una extraña planta cuya floración se adelantaba a la de cualquier otra,
incapaz de contener en el interior de sus tallos, tanta hermosura. Le agradecí
las explicaciones y se las pagué sin esperar el cambio. Nos mantuvimos la
mirada hasta que abandoné el callejón, ella con su eterna sonrisa, y yo
preguntándome qué hacía con aquellas flores en la mano.
No
sé si por la presencia de las flores o por la luz que dejaban pasar los visillos
que cambié por las tupidas cortinas, pero una madrugadora primavera se alojó en
mi oscuro apartamento. Durante días me colocaba frente a ellas, compartiendo el
sol que las alimentaba, y, por momentos, llegaba a percibir el crecimiento de
los tallos y el movimiento de los pétalos al saludar la vida. Retiré la
herrumbre de los balcones y pinté la fachada de vivos colores, al igual que los
humildes pescadores; aproveché cada rincón, cada espacio iluminado por este sol
extranjero, para colocar macetas. Cargaba la tierra desde el monte Gorzu, allí
donde la pequeña niña Rúa cultiva la
planta del sueño. Las regaba con el agua del nacimiento del Lumia, recogida en cubos de madera antes
de que se despertara mi perro Sócrates.
Nunca mi frágil y enfermizo cuerpo había estado tan cansado, ni tan feliz.
El
viejo Darvón comenzaba a preocuparse
por mi inusual actividad física y creo que llegó a temer por mi salud mental.
Para convencerle de que estaba mejor que nunca, quise invitarle a que me
acompañara en la compra de más andreyas. Tiré de él por las calles de Acoro
hasta la entrada del callejón que, vacío y sucio, nos esperaba. Recorrí la
línea recta una y otra vez, buscando un escondite imposible, hasta que mi amigo
me convenció para volver a casa.
Nunca
más vi a la joven. Busqué dentro y fuera del Barrio Viejo, por las dañadas circunvoluciones de la demente ciudad, desde el puerto a los
arrabales, en uno y en otro margen del Lumia,
pero todo fue inútil. Pregunté en las floristerías pero nadie la conocía, ni a
ella, ni la curiosa variedad de flores
que vendía.
-
Pero, ¿cómo puede ser? si en todas las tiendas tienen andreyas.
-
No señor –me contestaban-, no conozco la variedad de la que usted habla. Esas
flores son rosas.
Aún
así, en un arrebato paranoico de incredulidad, decidí dirigirme al puerto y
hacer un gran pedido de andreyas. Pedí un adelanto en el periódico y esperé
impaciente la llegada. Tuve que utilizar el término rosa para que me
entendieran, pero mientras hacían la descarga de los contenedores, traídos
desde los más exóticos lugares, en mi interior sonreía pícaramente, como si con
la compra me aprovechara de su ignorancia.
Desde
la calle Día y la calle Noche se pueden oír las voces de Perucho cuando ofrece andreyas, y la curiosidad siempre hace que
algún paseante se acerque e incluso compre la mercancía. Una única vez, que el
viento traía la melancolía desde el cabo de Zénik, tiñendo de soledad y
silencio las tertulias, y mojando con rocío de nostalgia las calles de la ciudad,
se apoderó de mí la incertidumbre y el desasosiego.
-
¿No será, Perucho, que estemos
equivocados y no sean más que rosas lo que ofrecemos?
Y
él, aupándose para rodear mis hombros con su tullido brazo, me dijo:
-
No, señor Manwell. No hay más que mirarlas bien y enseguida se da uno cuenta.
Mírelas. No hay rosa tan bonita como una andreya. Mírelas, mírelas, mírelas…
Acoro, al final de un otoño y principio
de otro.