Vivir consiste en construir futuros recuerdos (Ernesto Sábato)
Recordar consiste en construir pasadas vivencias (Josef Manwell)

lunes, 21 de junio de 2010

De la Libertad

Llegó encantado, y así me lo relataba en el Noroeste, con una excitación que le apremiaba a volver:

-Es un gran pueblo. No se trata sólo de su desarrollo tecnológico, muy superior al nuestro. Es el lugar en el que todo hombre, independientemente de su condición, puede llegar a lo más alto. Es el pueblo de las oportunidades, de la Libertad. Fíjate, sus mandatarios no interfieren ninguna iniciativa individual, y con ilusión y trabajo, puedes materializar todos tus sueños. ¡Están tan orgullosos de su sociedad! Y no es para menos, en sus pocos años de historia, han llegado a cotas impensables para otros pueblos mucho más antiguos. Allí, el individuo es lo que importa, por eso se busca su total autonomía y autosuficiencia. Te enseñan a valerte por ti mismo desde que naces. Tú decides el destino que quieres vivir, eliges la escuela que te forme, el médico que te cure… Y por trabajo, por trabajo no hay ningún problema, porque, aunque no concluyas los estudios elementales, sus fuerzas armadas, las más poderosas y activas, siempre tienen un puesto para ti. Es El Dorado, amigo. Cualquiera que se lo proponga, puede llegar a ser su mandatario o multimillonario, o incluso las dos cosas. Tanto valoran la Libertad, que a la entrada del pueblo han colocado un magnífico monumento en su honor, que te saluda cuando llegas y vigila que los derechos de los ciudadanos se mantengan hasta su muerte. Y es así, literalmente, porque el otro día, a un preso condenado a la pena capital, le ofrecieron un amplio abanico de formas de morir, y él, libremente, eligió hacerlo fusilado. ¡Qué pueblo, Josef, que desarrollo!

Continuó hablando durante un buen rato y unas ideas atropellaban a las otras, creando una confusión tal, que me hizo entender que allí respetan tus derechos hasta en el momento de arrebatarte el más elemental de ellos. Renuncié a que me lo repitiera y supuse que le había oído mal.

sábado, 19 de junio de 2010

Memorial

Dice Darbón que no es nada. La tensión que sucumbe a este traicionero clima. Ayer, poco antes de la una, la ceguera blanca me sobrevino a la salida del Noroeste. Habíamos estado discutiendo sobre el elefante, que tras años de duro viaje, llegaba a su destino para descansar eternamente. Era una situación esperada –aún la semana pasada se lo anunciaba a Ricardo- pero una melancólica soledad se apoderó de nosotros al oír la noticia.
Aire fresco y ejercicio -me aconsejaba el viejo galeno- y yo prometía cumplirlo, pero mentía. Al llegar a mi apartamento, el espejo devolvía, distorsionada y aberrante, sólo mi irreconocible imagen, que parecía mecerse en el mar, a la deriva, como una pesada roca.
Soy un hombre sin doctrina, sin ídolos ni dioses, que construye su propia existencia con antiguas herramientas recuperadas de extinguidos oficios. Pero, en ocasiones, si me fijo bien, en ella veo diseños ajenos que inconscientemente plagio, como un evangelio elaborado con aportaciones anónimas, que ahora quedan huérfanas.
Cierro las contraventanas de mi caverna y me alejo de Acoro. Tras el duelo espero que vuelva la lucidez.

miércoles, 16 de junio de 2010

El inconveniente de ser un wakizashi

Compro mis libros en la librería Letras de Ultramar, pero cuando quiero huir del corsé del clasicismo, visito el pequeño establecimiento del señor Makado. Yoshino Makado regenta una tienda menuda como él, en la que se pueden encontrar obras de irreconocido valor. La otra mañana, cuando me dirigía a por las bayas de Goji, y aprovechando que su establecimiento se encuentra próximo al mercado, me acerqué hasta allí con la ilusión de un arqueólogo literario.

El Sr. Makado colocaba libros sobre una austera estantería con la delicadeza de un artista de ikebana. Sin decir nada, permanecí tras él, observando cómo esos pequeños dedos se desplazaban suavemente sobre las tapas sin dejar rastro alguno de su manipulación. Tal era el respeto que sentía por las palabras allí guardadas, que parecía inclinarse ante ellas cada vez que ubicaba en su sitio una de las obras.

En el centro del alabeado estante, a modo de intimidatorio altar y expuestas de mayor a menor en sentido descendente, se podían ver tres armas japonesas.

-Puedes tocarlas, si quieres –me dijo sin darse la vuelta. Extrañado porque supiera lo que yo miraba, agarré la mayor de ellas y la desenvainé ligeramente.

-Ahora tendrás que atacarme. Un samurái sólo desenvaina su espada para atacar.

Sorprendido y casi alarmado, introduje rápidamente la espada y la coloqué en su sitio. Al oír sus carcajadas me di cuenta de lo ridículo de mi actitud.

-No se preocupe Sr. Manwell. Usted no es un samurái ¿verdad?

-No, desde luego –asentí riendo también.

-¿Son sus katanas? –pregunté en un alarde de conocimiento oriental.

-Katana sólo es la mayor. La espada que todo samurái elige después de que ella le elija a él.

Estaba acostumbrado a ese tipo de frases del Sr. Makado, de las que no daba explicación y sobre las que luego meditaba en mi apartamento.

-La pequeña, no es una espada, es un tanto. Es un arma corta, más sencilla que las otras dos, que ha pasado a emplearse para ceremoniales como el del té. –No es habitual que el Sr. Makado se extienda en sus explicaciones, pero esta vez parecía motivado.

-¿Y la mediana? –pregunté con la intención de concluir la clase de cultura japonesa.

-La mediana es un wakizashi, menos arrogante que una Katana, pero más poderosa, ya que permite blandirse con una o dos manos, en el exterior o en el interior de las casas. Por otro lado, es tan manejable como un tanto, pero mucho más versátil en sus ataques. Así, mientras que las katanas representan la estirpe del guerrero sobre el tokohama de las casas, y el tanto decora el obi de sedosos kimonos, el wakizashi, se mantiene fiel al Bushido.

El Sr. Makado percibió mi asombrado rostro tras la retahíla nipona, y la risa ocultó de nuevo sus rasgados ojos. Me sentía incapaz de recordar todos los exóticos nombres, y así se lo comuniqué.

-Bueno, me parece interesante, pero quizás sea más sencillo recordar un solo nombre y referirse a las demás por su tamaño.

-Es cierto. Es más sencillo, pero entonces yo dejaría de ser Yoshino Makado y me convertiría en un pequeño japonés.

Cuando abandoné el barrio de los Filántropos, los nombres se disponían en mi cabeza como las armas en su soporte, y al mirar la bolsa de bayas, como un memorioso Funes, bautizaba a cada una de ellas.

jueves, 3 de junio de 2010

Visita

Vino la primavera a Acoro en el último coche de la tarde. Vino la primavera cuando ya nadie la esperaba. Y bajó las escaleras, y buscó las miradas, y no encontró ojos que la recibieran. Se colocó el jardín marchito de sus ropas y secó su cara, arrastrando los afeites, descubriendo su también marchito rostro.

Se alegró de verme, solo en la calle, y me dio dos besos que estallaron en mi cara como dos huevos contra una fachada. No soltó mi brazo el resto de la tarde, pero con la mirada buscaba otras compañías, otros pretendientes que no existían. Ajena a mis deliberaciones, asentía, y ya en la plaza, quiso sentarse. Sequé sus lágrimas que se convirtieron en acuarela y entre sollozos me confesó que ya jamás vendría.

La acompañé hasta la pensión, y el aire, a través de los callejones, nos traía la algarabía de la muchedumbre vitoreando al verano. Quise tapar el sonido con banales comentarios, pero fue inútil.

Dice la señora Bony que se marchó muy pronto y no pude despedirme. Al volver por el Paseo, el Sol ejercía su despótico reinado, y cuando con el pañuelo sequé el sudor de mi frente, en ella pinté su añoranza.