Vivir consiste en construir futuros recuerdos (Ernesto Sábato)
Recordar consiste en construir pasadas vivencias (Josef Manwell)

lunes, 24 de mayo de 2010

Correr


Fue la primera vez que le vi, pero me habían hablado mucho de él. Con su bigote de época y la estrafalaria indumentaria a rayas, recorría la playa antes de que los turistas de provincia tomaran sus baños de sol. Parecía fugado de un frasco de reconstituyente, y su forma de correr, elevando exageradamente las rodillas y los codos, acrecentaba esa imagen. En ocasiones, algunos niños, con una hoja sobre la boca a modo de bigote, le seguían durante un trecho, imitando sus zancadas.
Esa mañana, cuando pasó a mi lado, un inusual impulso me obligó a dirigirme al extraño:
-Perdone, ¿por qué corre? –La espontánea pregunta nos sorprendió a los dos.
Ni paró, ni contestó. Siguió corriendo con la cabeza vuelta hacia mí hasta que su rostro se fue difuminando en la distancia. Entonces, como vencido por mi insistente mirada, se agachó y comenzó a escribir sobre la arena. Cuando hubo terminado reanudó su marcha sin volver la vista atrás.
Esperé a que se alejara, y cuando su silueta se fundió con el cabo de Zénik, me acerqué al lugar en el que me esperaban las palabras. Con cuidado de no pisarlas, leí:
Correr por correr, por aprehender la vida antes de que se nos ofrezca, como un ejercicio altruista o por un placer egoísta, divagar en movimiento, salir sin desear llegar y sufrir por no parar. Correr porque sí, porque estás vivo, y corriendo, al mundo lo gritas.

domingo, 23 de mayo de 2010

Los placeres y los días

Hoy hace un mes. Lo recuerdo muy bien porque el día tenía el mismo número de doses. En ese momento, como si la vida se plegase sobre sí misma, comencé a dormir tantas horas de siesta como de noche. Empezó como un premio, un regalo que me hacía tras la insípida comida, un dulce postre que ignoraba el café. Ligeramente reclinado me protegía del frío con una fina manta de lana y tras quince minutos de lectura que me transportaban a la Rusia de los zares, con resignación me retiraba los lentes y los dejaba sobre la mesa contigua. Caía entonces en un profundo sueño imposible a otras horas.

Al cabo de media hora despertaba, y sin moverme, dirigía mis ojos al reloj de pared. Sólo entonces cerraba la boca y tragaba, como de vuelta de un viaje, inerte. Comprobé con agrado que mi despertar sorprendía a las agujas, cada vez más lejos, circunstancia que achaqué al insomnio nocturno, y que, ignorando las recomendaciones de la señora Banjac, compensaba con estos descansos. Confiaba más en las pautas de Darbón que primaba la necesidad de conciliar el sueño, fuera a la hora que fuese. Así pues, como un balancín que se vence lentamente hacia un lado, la siesta crecía en proporción al modo en que menguaba la noche, y me escapaba, como vampiro, de la luz, y con ello, de la compañía.

Tornó mi vida de dirección, transportada en un tren solitario que se cruzaba, a la salida del túnel, con otro repleto, e ignoraba lo que ocurría en otras vías. Otro mundo, opuesto pero complementario, se me ofrecía, y en él, lo intentaría de nuevo.

Hacía ya tiempo que no utilizaba la cama por las noches. El diván de lectura la sustituyó por ineficaz, pero hoy he pensado en perdonarla y volver a ella. Eso sí, de día.

sábado, 15 de mayo de 2010

De lo convencional

Me aburren los juegos de cartas, y por ello, en espera de que la fortuna me visitara, escuchaba indiscretamente los argumentos que, en la mesa contigua, los seis marineros exponían sobre la detención de su patrón.
El cabo de Zénik delimita las aguas que Acoro comparte con Santa Fe, y desde hace años, una tupida cortina tejida con resentimiento e intransigencia, prohíbe el paso de las naves de uno a otro lado. El capitán Gaspar se encontraba apresado por invadir esas aguas, en su intento por salvar a los marinos del Mártires del Mar, que abandonaban su pecio, varado sobre las traicioneras rocas. Los cargos no dejaban lugar a dudas, sobrepasar el cabo de Zénik le suponía la expulsión de su carrera marítima, inhabilitándole para capitanear nave alguna.
Uno de los curtidos marineros justificaba la sentencia y opinaba que nunca debía haberlo hecho, conociendo el castigo. El de su derecha le apoyaba, pues era una acción contraria a los intereses de Santa Fe. A ellos se unía un tercero que se preguntaba cómo se sentirían en la ciudad vecina, después de este acto. Y un cuarto, alegando que la ley es la ley, y que conocida por todos, debe cumplirse, arropaba la opinión de sus compañeros. Un quinto se cuestionaba qué hubiera sido de los náufragos si Gaspar no hubiera actuado de ese modo. Y el sexto, como si obviara lo expuesto por todos y les sobrevolara, se congratulaba de que sus colegas estuvieran vivos, compartiendo la decisión tomada por el capitán.
Al recorrer sus rostros por orden de intervención, creí percibir una secuencia lógica de desarrollo humano que no siempre se logra concluir. Ése día todos perdimos la partida.

sábado, 8 de mayo de 2010

De cráneos vacíos.

La música de Josephine Baker ahoga la conversación que los dos caballeros mantienen al fondo del Café. Sarita, ociosa por la falta de clientes, se contonea al son del jazz en un estéril derroche de sensualidad. Los dos hombres discuten sobre el futuro de los sin futuro, una decisión que afecta a todos los habitantes de Acoro, y en la que no logran ponerse de acuerdo.
El lamentable estado del cementerio municipal provoca la acumulación de cuerpos en improvisadas morgues y las dos fuerzas políticas discrepan en la solución a aplicar. Los liberales proponen la ampliación y reforma del camposanto, mientras que los conservadores prefieren su destrucción y cambio total en cuanto a ubicación, estructura y gestión.
Todos los ciudadanos son conscientes de la perentoria necesidad de consenso, pero los políticos se muestran incapaces de alcanzarlo. Los liberales apelan a la flexibilidad, renunciando a retirar los símbolos religiosos de las instalaciones municipales y modificando el tiempo de derecho a uso de sepultura, pero los conservadores, insatisfechos con las reformas, abogan por un cambio radical.
Sarita, aburrida, ha quitado la música, y los dos hombres, con los brazos cruzados, se dejan caer sobre el respaldo de sus sillas.
Mientras, en la morgue, se acumulan los cráneos vacíos.

miércoles, 5 de mayo de 2010

El francés

Todo comenzó como una excusa, un alegato de un fonema rebelde, una dislalia con traje elegante. Como de broma, un día dijo que era francés.
Oí las voces desde la puerta del Noroeste con su inconfundible frenillo. Estaba realmente enojado por una carta de vinos sin Chardonnay y, cual histrión que busca el papel de su vida, se llevaba las manos a la cabeza, preguntandose cómo era posible que en Acoro no se pudieran saborear caldos franceses. En otra ocasión le encontré en el almacén del Sr. Makado en busca de láminas impresionistas, y durante una hora, disertó sobre la analogía de las pinceladas de Monet con los habitantes de la ciudad, que sin tocarse, forman parte de un lienzo urbano que se ve desde las alturas. Cuando conseguí hacerle ver que compartía sus teorías, se despidió de mí con un apretón de manos que me transmitió el olor a Camembert que, sin duda, desprendía el paquete que estrujaba mientras hablaba.
Todo en él se fue afrancesando y ya casi nadie dudaba de su origen galo. El nuevo puente, que bebía de Eiffel, el Barrio Viejo que evocaba a Saint Germaine, y Sarita, con su pelo nouveau, a la que agasajaba con flores del mal, configuraban su escenario cotidiano.
Traté de hablar con él, pero la comunicación se tornaba complicada porque su idioma mutó a expresiones guturales cargadas de tópicos. Le dije que no era preciso, que contaba con el cariño de todos, que le queríamos como era… Pero con resignación, y casi compadeciéndose de mí, expuso que nadie controlaría su existencia, que sólo él vencería el desasosiego, y que nuestras buenas intenciones no podían ayudarle, pues no éramos más que elementos de su propia creación.
Bernard murió antes de que la primavera secara sus lágrimas. Lo encontraron en su finca del monte Gorzu, de la que ya no salía y a la que llamaba Santa Elena.