miércoles, 24 de abril de 2013
Pequeño tratado de taxonomía floral.
domingo, 19 de febrero de 2012
De la involución
sábado, 24 de diciembre de 2011
La Cena
martes, 29 de noviembre de 2011
Prioridades (2)
lunes, 14 de noviembre de 2011
Aguas rebeldes
miércoles, 28 de septiembre de 2011
Del esfuerzo
lunes, 26 de septiembre de 2011
De la mentira.
lunes, 4 de abril de 2011
Los catorce besos del príncipe Calaf.
sábado, 12 de febrero de 2011
De la preparación.
Como si me esperara, la señora Banjac me abordó en la estación de autobuses y sus malas noticias se fundieron con el anuncio de la partida del coche a Santa Fe. Utilizó el mismo tono que el empleado de la estación, como si avisara del último viaje para un pasajero ya ausente:
-Ha muerto, tan joven como era. Claro que llevaba mucho tiempo mal; primero perdió la cabeza y luego…
Sentí cómo las algas con las que había templado mi cuerpo en el balneario, me envolvían de nuevo, frías y pútridas, dejando un hedor que me acompañaría mucho tiempo.
-Pensé que le habían comunicado la noticia –se excusó al ver mi reacción- no se habla de otra cosa en Acoro. Además se sabía que antes o después…
La señora Banjac tenía la facultad de de escoger siempre la forma más hiriente de comunicar noticias, y una vez más logró que me sintiera culpable por no haber previsto el fatal desenlace y marcharme de la ciudad. Antes de dejarme, con las obligaciones cumplidas, me golpeó en el pecho con uno de los tarros de confitura casera que me regala a menudo. Agarré las dos bolsas de viaje con la misma mano y tomé el frasco que se pegó a mis dedos. Durante el camino a casa sufrí el dolor de mi brazo que cargaba el equipaje y el de mi conciencia que soportaba la culpa.
Todos coincidían en que había perdido la razón, pero yo, tan próximo, no lo vi. Ni siquiera esa tarde, cuando me disponía a releer a Goethe, para lo que le había pedido algunos libros, y reparé en que una edición prestada era un original en alemán. Con la excusa de devolvérselo, aproveché para visitarlo y pasar la tarde.
-Pero si sabes que sólo conozco mi idioma y un poco de español –le dije, creyendo que había sido una confusión.
-Lo sé, Josef. Pero lo aprenderás ¿Verdad? Harás como yo y estudiarás su lengua. Dime que lo harás- me pedía mientras agarraba mi chaqueta.
-No tenía pensado ponerme, a estas alturas, a aprender otro idioma. Además, en la tienda del Sr. Makado puedo encontrar traducciones de todas las obras que quiera leer.
-¿Traducciones, Josef? ¿Cómo puedes decir eso? ¿Cómo comprender el dolor del joven Werther? ¿Se pueden traducir las lágrimas que derramó? Yo he leído y releído con fruición todas sus obras originales, y después, encerrado en mi cuarto, he estudiado la lengua germana con el deseo de comprenderla alguna vez.
-Sería más fácil, querido amigo, que primero aprendieras alemán y luego disfrutaras de su literatura- le expuse un poco asombrado por el ímpetu de sus palabras.
-No- grito en mi cara, tan cerca que sentía su acelerada respiración sobre ella. Durante un momento mantuvo sus ojos clavados en los míos, expulsando un odio que me paralizó por completo.
Se retiró de mí y se dejó caer sobre la butaca, con la frente apoyada sobre las manos. No me atreví a romper el silencio.
-Perdona Josef, pero estoy tan cansado. Son tantas las ganas. Imagina cuando conozca el significado de todo lo leído, y esas señales, esos signos, esas palabras almacenadas, acomodadas y mimadas en mi cerebro, esperando que la lógica las ordene, tomen sentido. Cuando el ruido deje de chirriar cada noche y se convierta en música.
Me acerque despacio y coloqué mi mano sobre su hombro que se revolvió para quitarla.
-¡Que placer, Josef, cómo anhelo ese momento!- dijo mientras frotaba sus ya despeinados cabellos- Déjame, amigo. Debo seguir estudiando alemán.
- Llegará ese momento, amigo. No lo dudes- le consolé.
Semanas más tarde me encontré, a la salida del Noroeste, con Petra Weing, su profesora de alemán. Me contó, asombrada, sus increíbles progresos. No recordaba ningún alumno que avanzara de ese modo, pero le preocupaba su deterioro físico, paralelo, pero opuesto, a su aprendizaje. Asustado, volví a visitarle. Me recibió un hedor húmedo, pesado, que ocupaba su casa. Él se secaba la frente, blanca, sobre el diván de lectura. Había adelgazado varios kilos, y en su enjuto rostro sobresalía una sonrisa de satisfacción que se interrumpía por ataques de tos. La vida que se escapaba de su cuerpo parecía condensarse en su mirada, henchida de felicidad.
-Ya sé alemán, Josef. Ahora lo entiendo- dijo en un susurro.
Le agarré la mano, dibujada con venas, que no huyó esta vez.
Petra concluyó su trabajo un miércoles de abril. El jueves le encontraron bajo sus libros, con la misma sonrisa con que me despidió a mí.
Llegué a mi apartamento con la impresión de haber perdido el tiempo y el dinero con la visita a Boneau, porque el cuello me dolía ya más que antes de ir. Me sudaba la mano que soportaba el tarro de confitura y, apenas entré, me dirigí a la alacena para guardarlo. Allí, almacenados y acomodados, esperaban decenas de frascos que la señora Banjac me había ido dando. Nunca quise tirarlos, quizás un día llegue a gustarme la confitura de frutas. Y ese día…Ese día será maravilloso.
domingo, 16 de enero de 2011
43
Me recibió, como siempre, la blanca sonrisa de Wango. Azorado, parecía disculpar a Dagus por la vida en la que se encontraba inmerso: pasaba ya más tiempo en la Maison Bombay que en casa, la comida se pudría esperando en la mesa, y el alcohol tornó su exquisito vocabulario por soeces expresiones que, de madrugada, dirigía contra los capiteles que, a duras penas, soportaban el peso de la desgracia que se apoderaba de la casa.
Wango quiso entretener mi espera o matar su soledad, y con una recuperada alegría, me contó historias de su pueblo que evidenciaban la nostalgia y presagiaban la vuelta. De todas ellas, me gustó la referida a la costumbre de calcular el momento de madurez de un guerrero. Cuando el pie del joven medía el mismo número de semillas de gayua que cosechas habían pasado desde su nacimiento, alcanzaba su mayor madurez y potencial para afrontar los retos que la vida, en tan inhóspito paraje, le ofrecía.
Ignoro el valor antropológico de dicha experiencia, pero, cuando me marché sin haber visto a Dagus, y calculaba cuál sería esa edad mirando al suelo, reparé que la talla de mis botines recién estrenados, coincidía con la edad que ese mismo domingo cumplía.
domingo, 21 de noviembre de 2010
Estados alterados de conciencia.
Ayer pasé por su puerta, la que ahora sólo se abre a rostros ocultos por sombreros cómplices. La Maison Bombay, otrora cuna de ideas y tendencias de Acoro, corazón de un cuerpo joven que guiaba su cerebro, hoy convalece con un cetrino aspecto que comparten sus coetáneos. Fue Rochard Bigot, el poeta de lo cotidiano, el genio inédito, el filósofo de los burdeles cuyo discurso impregna y humedece el terciopelo de sus estancias, quien la descubrió para mí. Allí pasamos muchas tardes alardeando de nuestra ignorante sabiduría, derrochando teorías que corrían cobardes al asomar la primera hipótesis, pero que en aquel efímero universo de inocencia considerábamos válidas. Tornábamos después al averno de nuestra insípida existencia y, a pesar de las intempestivas horas, yo cubría de frases decenas de hojas de papel a las que otorgaba total libertad para mezclarse, como una baraja de naipes dementes. De este modo, con el ansia de una despedida, aprovechaba los efectos de las musas orientales hasta que las palabras se hacían coherentes, hasta que la lógica me quitaba la pluma. Entonces, poseído por un pueril arrebato, garabateaba con furia el papel, rasgaba las hojas que incomprensiblemente se resistían a mis enojadas manos, y lanzaba contra la pared todo lo que, desde la mesa, parecía burlarse de mí. Lloraba. Lloraba sobre la madera limpia hasta que el sueño venía en mi defensa.
Ya no busco el delirio en vigilias forzadas, ya no me roban el sueño las palabras traviesas que juegan conmigo a deshora, que me obligan a bailar una pavana que no oigo. Fui yo el aprendiz de carpintero, el que construyó la jaula de barrotes que se repiten como un mantra, el que selecciona, al igual que el portero de la Maison Bombay, los pensamientos que salen y entran, ejerciendo el derecho de admisión en mi propia mente.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
La imaginación al poder (Ideas fáciles de niños listos)
Así me encontré a Milos Szaver cuando recuperaba el tiempo perdido con su hijo, que correteaba alrededor de su mesa. Me invitó a sentarme y tras los saludos, me pareció que intentaba justificarse por la ociosa mañana al sol.
-A medias están todas. Se acabó el dinero y todo se paró –me contaba refiriéndose a las obras de la ciudad.
Su hijo, que con mi llegada quiso matar el aburrimiento, interrumpía a su padre, que le mandaba callar sin éxito.
-Si no hay dinero, que fabriquen más -aportaba el pequeño.
Milos me explicaba que no pudo pagar a sus trabajadores y sus proyectos se paralizaron como una fotografía. Obras abandonadas y edificios sin mantener, cuyas desconchadas fachadas transmitían la melancolía de una Venecia seca. Estructuras oxidadas y tornillos que la herrumbre mató vírgenes.
-Pues que trabajen más deprisa –la voz del niño sonaba siempre en un segundo plano.
-Con todo mi dolor, tuve que despedir a mis trabajadores y no pude atender los encargos con los que me había comprometido.
-Papá ¿y por qué no trabajan gratis para que tu puedas acabar las casas? –la frenética actividad del niño que golpeaba la mesa mientras interrumpía, estaba sacándome de quicio.
-Ahora, aquí me ves, esquivando las miradas de mis acreedores que vigilan desde la terraza de enfrente, y observando a mis deudores en el café contiguo.
Me hubiera gustado ofrecerle una solución, una idea que frenara su desidia, pero su inquieto retoño parecía más inspirado.
Cuando me marché aliviado por el silencio, pensé que Milos debería ser más cuidadoso con lo que dice su locuaz hijo. Es posible que alguien copie sus pueriles ideas y las aplique.
martes, 19 de octubre de 2010
O fado da resistença
Jadeante alcanzo la cima del monte Gorzu y, con un pie en la ciudad vecina, admiro cómo se repite la historia, cómo sus ciudadanos ansían escribirla, tomando la pluma, sin esperar que ésta se seque, como hicimos nosotros para escribir con pulso torpe. Por un momento me contagia la emoción, pero la pendiente me devuelve a Acoro y los vítores de un lado acallan las protestas del otro. Entonces me dejo caer, y sentado, miro mi ciudad que, en la oscuridad, devuelve destellos verdes por las ventanas de las casas.
Ya no puedo leerlo, pero el humo, a mis espaldas, con trazo firme, rasguea fraternidad.
domingo, 26 de septiembre de 2010
De la confianza
A pesar del sueño, madrugo. Mientras espero en la antesala de su despacho, en el Museo de Ciencias Naturales, bajo los escrutadores ojos de un Darwin que me recuerda al anciano del coche, invento motivos que justifiquen mi visita, pues hace tiempo que no nos vemos. El enérgico abrazo con el me que me recibe, espanta mis miedos. Tras las preguntas protocolarias, se extiende sobre los últimos estudios paleontológicos en los que se encuentra inmerso, y yo escucho con atención. No me resulta difícil aprovechar la conversación para disipar mis dudas y planteo la pregunta. Como buen profesor, no me deja sin respuesta, pero sus pupilas se alían conmigo:
-Los canopes han acompañado al ser humano a lo largo de la historia, lo que, unido a su gran inteligencia innata, les ha facilitado una casi perfecta socialización y compresión de nuestro comportamiento. Probablemente, no pueden sospechar que el vehículo, lleno de personas, vaya a hacerles daño. No creo que sea un problema de ignorancia, Josef, sino más bien, de exceso de confianza- sus pupilas respiraron aliviadas, satisfechas por el discurso.
No quiero ofender su reputación, simulo un convencimiento que se derrama entre los dos, por el suelo, y cambio de tema, buscando la despedida.
Decepcionado y resignado me dirijo a casa, mientras la imagen de mi propio cuerpo estampado sobre la carretera, me roba la razón. Y en ése momento, como un improbable canope listo, me aborda la enferma desconfianza en la gente que hacia mí camina por las calles de Acoro.
jueves, 16 de septiembre de 2010
Reentré
Hace rato que escucho su profana poesía, que por caprichosa coincidencia, relaciono con los acontecimientos vividos el último año. Me defiendo con mi natural escepticismo, pero, inexplicablemente, la casualidad me turba. Me giro, y la vieja cara me ofrece una joven sonrisa de barba cana. Disimulo. Cierro los ojos dispuesto a dormir el resto del trayecto pero mi cabeza soporta el traqueteo contra el cristal y el mantra del viejo que no calla. Se me revuelven los recuerdos y se altera la historia, en una mixtura imposible de almas y eventos, y me veo hablando con personas que no están, y me veo callado con personas que sí están. Entonces el reflejo del cristal devuelve mi imagen que pide que se calle, y la carretera, compasiva, me regala un tramo recto al que acompaña el canto del conductor anunciando la llegada.
Cuando me levanto, ya no queda nadie en el coche, ni siquiera el viejo al que no veo, como al resto, abrazar a la familia que espera. Desde lo alto de las escalerillas que me provocan un injustificado vértigo, veo la misma ciudad que recorreré, con las mismas o distintas ropas, con las mismas o distintas compañías, para vivir las mismas o distintas vidas. Inspiro y temo que mis piernas sucumban a la metálica gravedad, pero una vez más me sorprende la fortaleza, ésa que me empuja hacia los objetivos planteados, y que, como por una benévola conjunción de fuerzas ajenas, logro.
Bajo. Primero uno y luego otro, mis pies pisan Acoro.
sábado, 14 de agosto de 2010
De la rentabilidad
La pensión “La Bony”, probablemente la más limpia de la ciudad de Acoro, se encuentra en el barrio de Los Filántropos, y en ella se pueden recordar sabores que transportan a momentos pasados. Ignoro si son las características del pequeño comedor o el modo en que sus veloces manos manipulan los alimentos, pero el aroma que se respira en ese lugar posee un efecto sedante que apacigua todo tipo de apetitos. Se jacta de preparar los platos sólo con alimentos recogidos de la huerta o la lonja, y de conocer todos los secretos de la cocina tradicional, pero admite que la repostería no se cuenta entre sus habilidades. Sostiene que hubiera aprendido de no ser por la presencia, hasta hace poco, de la confitería “La Flor” en la parte trasera del mismo edificio, en la Plaza de las Penas.
La fachada de esta confitería, que maquiavélicamente estaba pintada color cacao y adornada con elementos plateados, recordaba a una enorme tableta de chocolate, cuyas cuadradas ventanas semejaban onzas que algunos niños eran incapaces de no babear. Siempre había ofrecido una variedad de surtido que hacía imposible no sucumbir a la tentación, pero, en los últimos años, los propietarios decidieron suprimir los pasteles con menos salida. De este modo, decían ajustarse a los gustos de la mayoría y reducir costes sin arriesgarse a probar nuevas fórmulas. La oferta disminuyó de tal manera que dejó de ser atractiva para las personas que por allí pasaban y los niños ya no ensuciaban los cristales. A medida que disminuían los ingresos por la falta de clientes, los propietarios reducían gastos suprimiendo los dulces con menos aceptación, hasta el momento que sólo quedó uno, al que llamaron como el negocio: La Flor. La gente se acercaba a la confitería sabiendo lo que allí le esperaba y cuando llegó el otoño, como helada por una temprana escarcha, la flor se marchitó, y los dueños cerraron el negocio heredado de varias generaciones.
Me lo contaba mientras servía la desproporcionada ración sobre mi plato –yo le voy a poner color a esa delgada cara, Sr. Manwell- y deseaba que tras la comida, saboreara sus, recién aprendidas, dulces recetas.
viernes, 13 de agosto de 2010
sábado, 31 de julio de 2010
Cuando Pigmalión conoció a Sísifo
Es la fiesta pagana más celebrada en Acoro. Una tradición ancestral que se comparte con Santa Fe, y cuyo origen se pierde en la memoria de ambas ciudades. Nadie sabe quién fue el primero que decidió, llevado por el miedo o la envidia, colocar una piedra tras otra a modo de frontera que crece y aleja ambos lados. Pero el muro comenzó a elevarse ocultando el poderío de los vecinos y protegiendo de sus posibles ataques. Con sus aportaciones anónimas, cada habitante colabora en la construcción de la muralla, hasta el día en que las autoridades locales consideran que la altura y grosor preserva los derechos y valores de su cultura. En ése momento, que no responde a una fecha determinada, sino a la finalización de la gran obra, se suceden las fastuosas celebraciones a lo largo de una semana.
Tras la resaca, un melancólico estremecimiento de soledad se apodera de los vecinos, que se sienten sitiados, por lo que, poco a poco, van deshaciendo el muro hasta que la imagen de Santa Fe recorta el horizonte como una puerta abierta al resto del mundo.
En ese momento, la otra ciudad, que ve con desconfianza la caída del muro, se afana en levantar el suyo, que promete ser más alto y resistente.
Ayer, el viento traía en forma de música, la alegría de Santa Fe por la finalización de su monumental coraza, pero hoy, paseando por el monte Gorzu, se apreciaban ya, los huecos de las piedras que han comenzado a retirar.
viernes, 23 de julio de 2010
Del deseo
En numerosos artículos me habrán oído hablar del Noroeste. Se trata del café y restaurante que alimenta mi cuerpo y nutre mi espíritu. Es uno de los locales del Barrio Viejo que ha resistido el paso del tiempo sin cambiar de negocio. Tiene la entrada por la estrecha calle de La Luna y su acristalada fachada principal da al Paseo de Acoro, lo que permite, si tienes la suerte de colocarte en una de las mesas próximas a la ventana, compartir las pulsiones de la ciudad. Una estructura de metal oxidado soporta letras de madera que un día rezaban su nombre, y en la esquina, visible desde las dos calles, una rosa de los vientos señala hacia arriba y a la izquierda. El conjunto de tonos sepia parece sacado de una vieja fotografía.
Al atravesar su puerta, el olor a café que sutilmente invitaba a los viandantes, ahora se vuelve exigente, y como si cambiara de humor, te obliga a consumirlo y saborear placenteramente el alma de tierras lejanas. Llama la atención el suelo blanco y negro, que como un tablero de ajedrez que se pliega, continúa por la pared hasta un metro aproximadamente, donde un pasamanos, que rodea la estancia, ha perdido el brillo como las joyas de un chamarilero.
Al fondo, tras la barra, en el punto de fuga de una perspectiva divina, atiende Sarita. Son sus ojos verdes la única luz de color de la escena y su piel oliva compite con los dorados que adornan el mostrador. La continua sonrisa que sostiene su boca parece acariciar el aire con sus oscuros labios, en un eterno baile de besos perdidos.
Un casi imperceptible movimiento de sus pestañas me indica que hay sitio en la planta superior, espacio reservado para las comidas, pero que a los habituales nos ceden cuando se sobrepasa el aforo. Desde ese lugar, elevado y también acristalado, la vista del Paseo es privilegiada, furtiva.
Desde hace semanas les observo, siempre a la misma hora. Tras leer las primeras noticias en el Comercial Acorense sobre las heridas de la enferma ciudad, levanto la vista y aparecen. Cada uno por su lado, suben a destiempo al primer piso de la casa de enfrente.
Los dos están nerviosos, cada uno a su manera, y en el centro de la habitación, frente a frente se detienen. Ella retira la mirada que él no persigue, y se deja abrazar por unos brazos que no la tocan, como un chaman que impone mágicamente las manos. Inspira con la fuerza de un agujero negro que absorbe la galaxia de la habitación, y él se deja ir, aproximándose al límite; y se le escapan las manos blancas y gélidas como en una mañana de enero, y quedan inertes junto a su cintura. Él coloca las suyas a la altura de sus pechos que se elevan, mirando los desenfocados y amenazantes dedos. Entonces ella deja caer su cabeza hacia atrás, ofreciendo el cuello que palpita, que soporta la presión de una sangre arrolladora, sintiendo el aliento que se ha mantenido fresco, en la última caverna de su cuerpo, para este momento. La boca de la joven se abre y se acopla, sin tocarse, a la de él, en una eficaz sinapsis de pasión, en un beso seco que amenaza ser eterno y que los deja exhaustos, por el isométrico espectáculo de amor mímico.
Caen sus brazos lacios y los cuerpos parecen encoger, vaciados. Entonces, como han venido, se marchan. Primero uno y luego otro, en direcciones opuestas. Durante un rato les acompaño con la mirada, intentando adivinar su destino, hasta que mi cabeza pega con el cristal y se alejan por un ángulo imposible.
Me sorprende la voz de Sarita que me ofrece otro café. Y yo no sé qué contestar, ni qué hacer. Sólo puedo mirar los labios de los mil besos que se mueven al hablar en la cara de la camarera.
martes, 13 de julio de 2010
Carnaval
En otras ventanas busco quien sufra el mismo mal. Quien, como yo, permanezca inmune a la alegría, incapaz de contagiarse de esta felicidad ajena. No hay nadie. Todos celebran la fiesta cada vez menos pagana. Bajo un sol abrasador se desplaza la ameba popular que fagocita lo que encuentra en su camino.
Cuidado. Un viandante me observa y avisa a los que tiene al lado. Veo cómo señalan mi ventana y me escondo tras la pared. Asustado vuelvo a asomarme pero ellos ya corren calle abajo entre empujones. De pronto, un estruendo me sobresalta. Al principio de la calle aparece la carroza principal. Como un tótem perfectamente esférico, es empujada por las autoridades locales de Acoro, y en su despiadado paso aplasta a los que, aun viéndola venir, no se apartan. Entonces la pirotecnia acalla el sonido de los cerebros que estallan bajo la carroza y la sangre tiñe de rojo las ropas de la gente.
Cuando me retiro, un ligero temblor tras las cortinas de la casa de enfrente despierta mi esperanza. Pero no. Es el viento. Sólo un viento fresco que se levanta a última hora.
jueves, 8 de julio de 2010
Sócrates
Cuando bajé, ellos ya me esperaban en el portal. Al lado del señor Roshental, con una media sonrisa que buscaba revancha, Sócrates observaba cómo yo acudía a otro de nuestros maitines inusualmente jovial.
-Buenos días Sr. Roshental. Sócrates ¿cómo estás?
-Que disfruten del paseo, señores- dijo Roshental mientras volvía a sus quehaceres cotidianos.
Sócrates no había contestado, y antes de que llegara a su altura, ya caminaba por la acera sin esperarme.
-Sócrates, espera. No te enfades- No le gusta que le llame por ése nombre, pero yo tengo la impresión de que se ajusta mucho más a su personalidad que el suyo.
Durante un largo trecho caminamos sin sacar ningún tema, como esperando que el otro mostrara las armas que había preparado durante la noche. El día anterior, la conversación quedó en tablas, y yo, como seguro que él también, había elaborado argumentos nuevos.
-Vale, vale -consentí al fin- Olvídate de Kierkegaard y de los pobres franceses a los que culpas de mi perpetua melancolía. Pero tendrás que admitir que aunque los dos paseamos por el mismo trayecto, de él extraemos distintas sensaciones, y las emociones que experimentamos también son distintas, y condicionan nuestra forma de actuar. ¿O me quieres decir que los dos hemos sentido lo mismo al cruzarnos con esa joven?
La suavización de mis argumentos le animó en cierta manera y admitió determinados aspectos de la subjetividad humana que ayer negaba categóricamente. Después se internó en el parque y yo le esperé sujetando las dudas con las dos manos. Cuando regresó deshicimos el camino parando cada poco para explayarnos en aclaraciones y ejemplos que enriquecían nuestra conversación. La acalorada discusión del día anterior, había dado paso a esta fructífera mañana en la que conseguimos acercar nuestras posiciones. Las ideas aportadas por uno y otro tejían una alfombra epistemológica que nos condujo a casa.
Me despedí de él frotándole los rubios cabellos, y como un niño tímido, se revolvió azorado. El Sr. Roshental se quedó con él, y yo, satisfecho, subí a descansar a mi apartamento.
Cierto escritor dijo una vez que el hombre más inteligente que había conocido, no sabía leer ni escribir. Como él, también puedo decir que el hombre más inteligente que conozco, tampoco sabe ni leer ni escribir, además, ni tan siquiera es un hombre. Es un Labrador Retriever.
martes, 6 de julio de 2010
Kokoro
-¡Señor Manwell! –gritó entusiasmada cuando me disponía a huir- acompáñeme, haga el favor. Mi esposo es incapaz de hacerme llegar a la plaza.
Me agarró del brazo y tiró de mí sin dejarme saludar a su marido, que con abochornada resignación, me animaba a seguirla con un gesto de manos. A medida que avanzábamos entre la masa, ésta se espesaba como cuajada por el calor, y el ímpetu de la señora Banjac crecía como el de un luchador que ve tambalearse a su contrincante. Al llegar a primera fila, la plaza de la Sagrada Familia se nos ofrecía desierta, pero las calles que allí confluían, sufrían el mismo fenómeno que Mercadería. La calle Día era la que presentaba un aspecto más preocupante: una descolorida joven se dejaba mecer inconsciente por la irregular marea, mientras otros, los mejor dotados, alcanzaban una posición más elevada subiéndose sobre los cuerpos inertes.
Traté de colocarme la ropa y el pelo después del agitado trayecto, pensando que continuaríamos hasta el centro de la plaza. Pero allí, donde los adoquines pierden su linealidad y optan por colocarse en circunferencias concéntricas, la señora Banjac se paró. Como contagiada por un pánico colectivo, todo el furor se ahogó como la joven a la que ya no veía, y su esfuerzo, ahora, consistía en mantener en su sitio a las personas que empujaban por detrás.
Sentía como los gritos humedecían mi nuca, y un irreconocible Maloy olvidaba que era cliente suyo y me increpaba con el Comercial Acorense, enrollado a modo de estoque. Mi cabeza chirriaba como si las ideas pisaran azúcar derramado sobre el suelo de mi cerebro, e impávido, observaba cómo las uñas encarnadas de mi acompañante se clavaban en mi insensible antebrazo.
Un súbito silencio asfixió la plaza como si una campana invisible se posara sobre ella, y pude ver a Perucho, ajeno a todo lo que allí ocurría, dirigirse con sus renqueantes pasos al banco que habitualmente le servía de morada. Parecía un pobre animal por miles de ojos observado, en una jaula redonda de barrotes imaginados. Temeroso por su integridad, esperé la reacción de los presentes, pero como si alguien hubiera calentado la cera que sellaba las calles, la gente comenzó a fluir, maldiciéndole por el incidente que había provocado.
Agradecida por mi supuesta ayuda, la señora Banjac quería invitarme a toda costa, y, a voces, llamaba a su marido, que con dificultad llegó hasta nosotros. Me excusé diciendo que tenía una cita, y aunque no convencida, se despidió de mí agitando la mano y obligando a su marido a imitarla.
Cuando llegué a su banco, Perucho aún soportaba los insultos que le tiznaban de culpa, y contestaba con una incrédula sonrisa, sorprendido por la atención que se le prestaba esa mañana. Le invité a que tomáramos un vino en el Noroeste, favor que fue agradeciéndome de antemano por el camino, mientras me contaba que le gustaría ser más inteligente para devolver los favores que le hacían.
lunes, 21 de junio de 2010
De la Libertad
Llegó encantado, y así me lo relataba en el Noroeste, con una excitación que le apremiaba a volver:
-Es un gran pueblo. No se trata sólo de su desarrollo tecnológico, muy superior al nuestro. Es el lugar en el que todo hombre, independientemente de su condición, puede llegar a lo más alto. Es el pueblo de las oportunidades, de la Libertad. Fíjate, sus mandatarios no interfieren ninguna iniciativa individual, y con ilusión y trabajo, puedes materializar todos tus sueños. ¡Están tan orgullosos de su sociedad! Y no es para menos, en sus pocos años de historia, han llegado a cotas impensables para otros pueblos mucho más antiguos. Allí, el individuo es lo que importa, por eso se busca su total autonomía y autosuficiencia. Te enseñan a valerte por ti mismo desde que naces. Tú decides el destino que quieres vivir, eliges la escuela que te forme, el médico que te cure… Y por trabajo, por trabajo no hay ningún problema, porque, aunque no concluyas los estudios elementales, sus fuerzas armadas, las más poderosas y activas, siempre tienen un puesto para ti. Es El Dorado, amigo. Cualquiera que se lo proponga, puede llegar a ser su mandatario o multimillonario, o incluso las dos cosas. Tanto valoran la Libertad, que a la entrada del pueblo han colocado un magnífico monumento en su honor, que te saluda cuando llegas y vigila que los derechos de los ciudadanos se mantengan hasta su muerte. Y es así, literalmente, porque el otro día, a un preso condenado a la pena capital, le ofrecieron un amplio abanico de formas de morir, y él, libremente, eligió hacerlo fusilado. ¡Qué pueblo, Josef, que desarrollo!
Continuó hablando durante un buen rato y unas ideas atropellaban a las otras, creando una confusión tal, que me hizo entender que allí respetan tus derechos hasta en el momento de arrebatarte el más elemental de ellos. Renuncié a que me lo repitiera y supuse que le había oído mal.
sábado, 19 de junio de 2010
Memorial
Aire fresco y ejercicio -me aconsejaba el viejo galeno- y yo prometía cumplirlo, pero mentía. Al llegar a mi apartamento, el espejo devolvía, distorsionada y aberrante, sólo mi irreconocible imagen, que parecía mecerse en el mar, a la deriva, como una pesada roca.
Soy un hombre sin doctrina, sin ídolos ni dioses, que construye su propia existencia con antiguas herramientas recuperadas de extinguidos oficios. Pero, en ocasiones, si me fijo bien, en ella veo diseños ajenos que inconscientemente plagio, como un evangelio elaborado con aportaciones anónimas, que ahora quedan huérfanas.
Cierro las contraventanas de mi caverna y me alejo de Acoro. Tras el duelo espero que vuelva la lucidez.
miércoles, 16 de junio de 2010
El inconveniente de ser un wakizashi
Compro mis libros en la librería Letras de Ultramar, pero cuando quiero huir del corsé del clasicismo, visito el pequeño establecimiento del señor Makado. Yoshino Makado regenta una tienda menuda como él, en la que se pueden encontrar obras de irreconocido valor. La otra mañana, cuando me dirigía a por las bayas de Goji, y aprovechando que su establecimiento se encuentra próximo al mercado, me acerqué hasta allí con la ilusión de un arqueólogo literario.
El Sr. Makado colocaba libros sobre una austera estantería con la delicadeza de un artista de ikebana. Sin decir nada, permanecí tras él, observando cómo esos pequeños dedos se desplazaban suavemente sobre las tapas sin dejar rastro alguno de su manipulación. Tal era el respeto que sentía por las palabras allí guardadas, que parecía inclinarse ante ellas cada vez que ubicaba en su sitio una de las obras.
En el centro del alabeado estante, a modo de intimidatorio altar y expuestas de mayor a menor en sentido descendente, se podían ver tres armas japonesas.
-Puedes tocarlas, si quieres –me dijo sin darse la vuelta. Extrañado porque supiera lo que yo miraba, agarré la mayor de ellas y la desenvainé ligeramente.
-Ahora tendrás que atacarme. Un samurái sólo desenvaina su espada para atacar.
Sorprendido y casi alarmado, introduje rápidamente la espada y la coloqué en su sitio. Al oír sus carcajadas me di cuenta de lo ridículo de mi actitud.
-No se preocupe Sr. Manwell. Usted no es un samurái ¿verdad?
-No, desde luego –asentí riendo también.
-¿Son sus katanas? –pregunté en un alarde de conocimiento oriental.
-Katana sólo es la mayor. La espada que todo samurái elige después de que ella le elija a él.
Estaba acostumbrado a ese tipo de frases del Sr. Makado, de las que no daba explicación y sobre las que luego meditaba en mi apartamento.
-La pequeña, no es una espada, es un tanto. Es un arma corta, más sencilla que las otras dos, que ha pasado a emplearse para ceremoniales como el del té. –No es habitual que el Sr. Makado se extienda en sus explicaciones, pero esta vez parecía motivado.
-¿Y la mediana? –pregunté con la intención de concluir la clase de cultura japonesa.
-La mediana es un wakizashi, menos arrogante que una Katana, pero más poderosa, ya que permite blandirse con una o dos manos, en el exterior o en el interior de las casas. Por otro lado, es tan manejable como un tanto, pero mucho más versátil en sus ataques. Así, mientras que las katanas representan la estirpe del guerrero sobre el tokohama de las casas, y el tanto decora el obi de sedosos kimonos, el wakizashi, se mantiene fiel al Bushido.
El Sr. Makado percibió mi asombrado rostro tras la retahíla nipona, y la risa ocultó de nuevo sus rasgados ojos. Me sentía incapaz de recordar todos los exóticos nombres, y así se lo comuniqué.
-Bueno, me parece interesante, pero quizás sea más sencillo recordar un solo nombre y referirse a las demás por su tamaño.
-Es cierto. Es más sencillo, pero entonces yo dejaría de ser Yoshino Makado y me convertiría en un pequeño japonés.
Cuando abandoné el barrio de los Filántropos, los nombres se disponían en mi cabeza como las armas en su soporte, y al mirar la bolsa de bayas, como un memorioso Funes, bautizaba a cada una de ellas.
jueves, 3 de junio de 2010
Visita
Vino la primavera a Acoro en el último coche de la tarde. Vino la primavera cuando ya nadie la esperaba. Y bajó las escaleras, y buscó las miradas, y no encontró ojos que la recibieran. Se colocó el jardín marchito de sus ropas y secó su cara, arrastrando los afeites, descubriendo su también marchito rostro.
Se alegró de verme, solo en la calle, y me dio dos besos que estallaron en mi cara como dos huevos contra una fachada. No soltó mi brazo el resto de la tarde, pero con la mirada buscaba otras compañías, otros pretendientes que no existían. Ajena a mis deliberaciones, asentía, y ya en la plaza, quiso sentarse. Sequé sus lágrimas que se convirtieron en acuarela y entre sollozos me confesó que ya jamás vendría.
La acompañé hasta la pensión, y el aire, a través de los callejones, nos traía la algarabía de la muchedumbre vitoreando al verano. Quise tapar el sonido con banales comentarios, pero fue inútil.
Dice la señora Bony que se marchó muy pronto y no pude despedirme. Al volver por el Paseo, el Sol ejercía su despótico reinado, y cuando con el pañuelo sequé el sudor de mi frente, en ella pinté su añoranza.
lunes, 24 de mayo de 2010
Correr
Fue la primera vez que le vi, pero me habían hablado mucho de él. Con su bigote de época y la estrafalaria indumentaria a rayas, recorría la playa antes de que los turistas de provincia tomaran sus baños de sol. Parecía fugado de un frasco de reconstituyente, y su forma de correr, elevando exageradamente las rodillas y los codos, acrecentaba esa imagen. En ocasiones, algunos niños, con una hoja sobre la boca a modo de bigote, le seguían durante un trecho, imitando sus zancadas.
Esa mañana, cuando pasó a mi lado, un inusual impulso me obligó a dirigirme al extraño:
-Perdone, ¿por qué corre? –La espontánea pregunta nos sorprendió a los dos.
Ni paró, ni contestó. Siguió corriendo con la cabeza vuelta hacia mí hasta que su rostro se fue difuminando en la distancia. Entonces, como vencido por mi insistente mirada, se agachó y comenzó a escribir sobre la arena. Cuando hubo terminado reanudó su marcha sin volver la vista atrás.
Esperé a que se alejara, y cuando su silueta se fundió con el cabo de Zénik, me acerqué al lugar en el que me esperaban las palabras. Con cuidado de no pisarlas, leí:
Correr por correr, por aprehender la vida antes de que se nos ofrezca, como un ejercicio altruista o por un placer egoísta, divagar en movimiento, salir sin desear llegar y sufrir por no parar. Correr porque sí, porque estás vivo, y corriendo, al mundo lo gritas.
domingo, 23 de mayo de 2010
Los placeres y los días
Hoy hace un mes. Lo recuerdo muy bien porque el día tenía el mismo número de doses. En ese momento, como si la vida se plegase sobre sí misma, comencé a dormir tantas horas de siesta como de noche. Empezó como un premio, un regalo que me hacía tras la insípida comida, un dulce postre que ignoraba el café. Ligeramente reclinado me protegía del frío con una fina manta de lana y tras quince minutos de lectura que me transportaban a la Rusia de los zares, con resignación me retiraba los lentes y los dejaba sobre la mesa contigua. Caía entonces en un profundo sueño imposible a otras horas.
Al cabo de media hora despertaba, y sin moverme, dirigía mis ojos al reloj de pared. Sólo entonces cerraba la boca y tragaba, como de vuelta de un viaje, inerte. Comprobé con agrado que mi despertar sorprendía a las agujas, cada vez más lejos, circunstancia que achaqué al insomnio nocturno, y que, ignorando las recomendaciones de la señora Banjac, compensaba con estos descansos. Confiaba más en las pautas de Darbón que primaba la necesidad de conciliar el sueño, fuera a la hora que fuese. Así pues, como un balancín que se vence lentamente hacia un lado, la siesta crecía en proporción al modo en que menguaba la noche, y me escapaba, como vampiro, de la luz, y con ello, de la compañía.
Tornó mi vida de dirección, transportada en un tren solitario que se cruzaba, a la salida del túnel, con otro repleto, e ignoraba lo que ocurría en otras vías. Otro mundo, opuesto pero complementario, se me ofrecía, y en él, lo intentaría de nuevo.
Hacía ya tiempo que no utilizaba la cama por las noches. El diván de lectura la sustituyó por ineficaz, pero hoy he pensado en perdonarla y volver a ella. Eso sí, de día.
sábado, 15 de mayo de 2010
De lo convencional
El cabo de Zénik delimita las aguas que Acoro comparte con Santa Fe, y desde hace años, una tupida cortina tejida con resentimiento e intransigencia, prohíbe el paso de las naves de uno a otro lado. El capitán Gaspar se encontraba apresado por invadir esas aguas, en su intento por salvar a los marinos del Mártires del Mar, que abandonaban su pecio, varado sobre las traicioneras rocas. Los cargos no dejaban lugar a dudas, sobrepasar el cabo de Zénik le suponía la expulsión de su carrera marítima, inhabilitándole para capitanear nave alguna.
Uno de los curtidos marineros justificaba la sentencia y opinaba que nunca debía haberlo hecho, conociendo el castigo. El de su derecha le apoyaba, pues era una acción contraria a los intereses de Santa Fe. A ellos se unía un tercero que se preguntaba cómo se sentirían en la ciudad vecina, después de este acto. Y un cuarto, alegando que la ley es la ley, y que conocida por todos, debe cumplirse, arropaba la opinión de sus compañeros. Un quinto se cuestionaba qué hubiera sido de los náufragos si Gaspar no hubiera actuado de ese modo. Y el sexto, como si obviara lo expuesto por todos y les sobrevolara, se congratulaba de que sus colegas estuvieran vivos, compartiendo la decisión tomada por el capitán.
Al recorrer sus rostros por orden de intervención, creí percibir una secuencia lógica de desarrollo humano que no siempre se logra concluir. Ése día todos perdimos la partida.
sábado, 8 de mayo de 2010
De cráneos vacíos.
El lamentable estado del cementerio municipal provoca la acumulación de cuerpos en improvisadas morgues y las dos fuerzas políticas discrepan en la solución a aplicar. Los liberales proponen la ampliación y reforma del camposanto, mientras que los conservadores prefieren su destrucción y cambio total en cuanto a ubicación, estructura y gestión.
Todos los ciudadanos son conscientes de la perentoria necesidad de consenso, pero los políticos se muestran incapaces de alcanzarlo. Los liberales apelan a la flexibilidad, renunciando a retirar los símbolos religiosos de las instalaciones municipales y modificando el tiempo de derecho a uso de sepultura, pero los conservadores, insatisfechos con las reformas, abogan por un cambio radical.
Sarita, aburrida, ha quitado la música, y los dos hombres, con los brazos cruzados, se dejan caer sobre el respaldo de sus sillas.
Mientras, en la morgue, se acumulan los cráneos vacíos.
miércoles, 5 de mayo de 2010
El francés
Oí las voces desde la puerta del Noroeste con su inconfundible frenillo. Estaba realmente enojado por una carta de vinos sin Chardonnay y, cual histrión que busca el papel de su vida, se llevaba las manos a la cabeza, preguntandose cómo era posible que en Acoro no se pudieran saborear caldos franceses. En otra ocasión le encontré en el almacén del Sr. Makado en busca de láminas impresionistas, y durante una hora, disertó sobre la analogía de las pinceladas de Monet con los habitantes de la ciudad, que sin tocarse, forman parte de un lienzo urbano que se ve desde las alturas. Cuando conseguí hacerle ver que compartía sus teorías, se despidió de mí con un apretón de manos que me transmitió el olor a Camembert que, sin duda, desprendía el paquete que estrujaba mientras hablaba.
Todo en él se fue afrancesando y ya casi nadie dudaba de su origen galo. El nuevo puente, que bebía de Eiffel, el Barrio Viejo que evocaba a Saint Germaine, y Sarita, con su pelo nouveau, a la que agasajaba con flores del mal, configuraban su escenario cotidiano.
Traté de hablar con él, pero la comunicación se tornaba complicada porque su idioma mutó a expresiones guturales cargadas de tópicos. Le dije que no era preciso, que contaba con el cariño de todos, que le queríamos como era… Pero con resignación, y casi compadeciéndose de mí, expuso que nadie controlaría su existencia, que sólo él vencería el desasosiego, y que nuestras buenas intenciones no podían ayudarle, pues no éramos más que elementos de su propia creación.
Bernard murió antes de que la primavera secara sus lágrimas. Lo encontraron en su finca del monte Gorzu, de la que ya no salía y a la que llamaba Santa Elena.
miércoles, 28 de abril de 2010
Prioridades
Era la construcción más ambiciosa de los últimos años. El puente conectaría el Barrio Viejo con el monte Gorzu, y la malla de acero y tuercas traería la modernidad a la ciudad de Acoro. Pero, como siempre, la fatalidad frenaba su desarrollo, esta vez, en forma de inmensa guillotina.
El operario no la vio acercarse acelerada y silenciosamente, pero la enorme viga seccionó su brazo izquierdo que cayó sobre el suelo de la plataforma como si pidiera limosna, y quedó colgado en el vacío, asido a la barandilla con la mano derecha. Dicen que el pobre hombre intentó coger el miembro con su desgarrado muñón, y como no pudo, en una irreflexiva decisión, optó por tomarlo con la otra mano, para lo cual, tuvo que soltarse.